Ya tenía varias navidades preguntándome en dónde se había metido el espíritu navideño. Y no es que me la pasara mal en Navidad, pero sencillamente no le encontraba más el chiste a esta fecha que en alguna temporada de mi vida había sido la más importante y la más esperada. Tampoco estaba yo convertido en un Grinch (creo que mucha gente dice odiar la Navidad por pose), ni era yo un amargado que llora encerrado en el baño por los años que se le fueron y por los abuelos que ya no están. De algunos años para acá sentía que la Noche Buena se me iba muy rápido y que nadie tenía nada bueno que decir por estar tragando y bebiendo.
Sé de sobra que no son los regalos de lo que está hecho el espíritu navideño, al contrario, yo no soy un estusiasta regalador. Si no fuera porque la Maga se encarga de escogerlos, envolverlos y dedicarlos, yo podría pasar como el integrante más codo de la familia, pero aclaro, no porque sea un tacaño, sino porque comprar un regalo es un proceso muy difícil para mí, porque me hago bolas tratando de meterme en la mente de los demás para adivinar cuál sería un buen detalle para ellos. Enserio, por mí que no hubiera intercambio de regalos, así me evitaría de mucha, mucha angustia...
Pero ya me desvié, lo que yo quería escribir es que esta Navidad, luego de varias navidades grises, regresó para mí el espíritu navideño. Tengo que darle crédito a los niños como los responsables para que este reencuentro se diera. Gracias a mi hijo Mateo, y a mis sobrinos Victoria, Sofía, Luis y Fiora, a su ruido, a su voracidad para desvestir un regalo, a su manera de desmadrarse el piso, a sus ansias por estrenar la ropa regalada el mero día, a su monótona pero espontánea manera de bailar como Resortes y a su falta de conciencia entre el espacio y el tiempo, gracias a todo lo anterior, sentí que la Navidad regresó a mí.
Los niños estuvieron ahí para señalarme que la Navidad deber ser una pausa en el camino, una pausa real para respirar profundo y felicitarse a sí mismo por haber aguantado el año y por haberle sacado la vuelta a la locura y al estrés y sobre todo a la tentadora desesperanza. La Navidad debe ser, y eso lo saben muy bien los niños, una oportunidad para darse permiso a sentir sin analizar, darse permiso a improvisar, y permiso a no esperar nada espectacular de nosotros mismos. Navidad es darnos permiso para sacarle la lengua (o pintarle un dedo, si quieren) a las grandes expectativas que nos exigimos durante todo el año y que luego representan nuestras más grandes frustraciones.
Esta Navidad estuvimos casi los mismos sentados en la misma mesa, comimos lo mismo y nos reímos de chistes muy parecidos a los de hace un año; pero la diferencia este año la hicieron los niños, que son maestros en el arte de disfrutar el tiempo, y la Navidad debe ser eso: sólo tiempo para disfrutar.
Hacia el final, por ahí de las 3 y media de la madrugada, ya con varias margaritas, cervezas y baileys en la sangre, uno de mis cuñados tuvo la excelente puntería de poner el dueto que hacieron BB King y Tracy Chapman. Ésa fue la última prueba de que ayer tuve la mejor Navidad en mucho tiempo...(con todo y que hoy, el mero 25, me tocó trabajar).
Hello world!
Hace 3 meses
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