jueves, 22 de diciembre de 2011

Relevo

Todavía no llega el gordo mamón de barba blanca y Mateo ya se (me) fue a Perú. Allá conocerá a la familia de su mamá, cuyo highlight es una bisabuela sana y salva. Antes de irse, la Maga lo llevó a un médico para que le sacaran de los oídos dos tapones de cerilla tamaño Shrek. Mateo no puede creer lo nítido que oye ahora.

Al día siguiente yo me lo llevé con una dentista para que le emparejaran un diente astillado, resultado final de un escalerazo en casa ajena ocurrido durante el verano pasado. Luego de una valoración sencilla, la especialista anticaries me informó que aquél otro diente que Mateo perdió en el pasamanos del parque Mississippi a principios de año era un diente supernumerario, es decir, un diente extra que le nació de más, fenómeno que le sucede a muy pocas personas. O sea que Mateo perdió un diente que de inicio le sobraba.

Con las orejas despejadas y la sonrisa nivelada, Mateo viaja estas vacaciones. Agradezco a los patrocinadores de su excursión porque le permiten conocer un país diferente. Yo no me quedo sollozando en la costa de una isla. Tengo amigos, papás y colegas que me quieren y acompañan, me siento muy diferente al año pasado cuando padecí la primera edición de Navidad Perro sin Dueño.

Esta temporada no he sentido tan tupida la presencia en las calles, medios y tiendas del gordo mamón de la barba blanca. Ho ho ho. También se ha reducido la intensidad de mi melodrama interno en relación a pasar estas fechas sin mi hijo. De alguna manera (¿cual es esa manera que siempre es alguna?) siento que todo está bien. Todo obedece su curso.

Mateo llega al rato y al rato se va Santa Mamón. Espero al primero y despido al segundo, y no pasa nada.

lunes, 12 de diciembre de 2011

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Quise ser un niño de voz ronca y pecas. Me gustaba cuando al resfriarme se me cerraba la garganta porque eso me ayudaba a hablar rasposo. Quería ser el padrinito. Teniendo todos mis dientes, quise perder uno para que por el hueco entrara un chisguete de aire que me permitiera sesear. Quise ser un niño de voz ronca y pecas y que seseara. Pero ni pecas ni ronquera ni seseo tuve.

Crecí y rompí un matrimonio y un zapato. Cuando llovía y traía mi zapato roto esquivaba los charcos saltando en el pie izquierdo para no mojarme el calcetín derecho, era como jugar a la bebeleche con corbata y edad. Se me rompían las camisas, el cinturón, el zapato y el matrimonio, pero todo lo escondí en una barba de dos años que me dejé para convocar un aire de intelectualidad, pero el adorno facial estaba más relacionado al sueño de fuga y la dejadés.

Tuve que acostarme un año y medio en el diván para descubrir que el hoyo de mi suela era idéntico al de Alicia, aunque mi país no era el de las maravillas. Me quité la sedación del alcohol y fui aprendiendo a vivir con el botón de encendido veinticuatro horas al día, siete días a la semana. A veces he sufrido la ausencia del piloto automático, pero no tanto como he disfrutado los despertares sin culpa ni remordimientos. Tigres es campeón cuando ya casi no me interesa el futbol. Abaratan la cerveza cuando ya no tomo. Los tiempos de Dios me tiran madreada.

Con carro prestado y suéter regalado llego hasta un colegio y luego hasta la oficina de una sicóloga, quien me habla de las pruebas que le realizó a mi hijo y de lo bien que éste salió calificado. Es un niño muy maduro, me dice, muy inteligente, muy feliz, muy instalado en su realidad, muy cariñoso. Mateo le dijo a la sicóloga que la persona que más lo quiere es su papá, porque le hace bien rico de comer: huevito con catsup. Mateo también le dijo que la persona que él más quiere en el mundo es su mamá. Y yo no puedo estar más de acuerdo con él.

Yo, el azotado de antes, el amigo de lo jodido, el encariñado con el desgaste, el apanicado con el mantenimiento, el fan de la ronquera, de la boca chimuela y del zapato agujerado; ese yo no entra ni sale de la oficina de la sicóloga infantil. Ese yo se queda en una memoria rota, en un resentimiento por superar; se queda en la sala de espera aguardando un perdón humano.

El que entra y sale de aquélla oficina es el yo que renace hoy. El que imagina oportunidades para progresar. El que determina que, por lo menos este lunes, no le va a hacer daño a nadie, consciente ni inconscientemente. Estoy viviendo en un yo rebajado en temores. Estoy metido en un yo que es un pendiente enorme, pero que tiene una vida igual de grande para resolverse a sí mismo.

Por lo pronto, mi hijo va a entrar a preprimaria. La sicóloga insistió en que es un niño muy inteligente y recalcó que eso está en los genes. Esto último me lo dijo con una sonrisa que para mí fue como una flor.