lunes, 16 de junio de 2014

La felicidad simple

Me entero de que viene tal grupo a un festival musical en Monterrey.
La noticia no me alcanza a impresionar y, a pesar de que esa banda me gusta mucho, pienso que es otro evento que fácilmente me puedo saltar sin reservas ni arrepentimientos.
He delegado gran parte de mi diversión a la diversión que comparto con mi hijo. Cuando veo que él se divierte y que juega y que suda y corre y se ríe; entonces yo me siento bien y puedo calificar a ese día como un buen día.

Mi momento favorito de la semana es el sábado en la noche cuando llegamos Mateo y yo a casa y, -hechos un asco, en nuestro jugo, cansados y felices-, nos vamos a la cama para inventar otro cuento.
Me encanta ese momento en el que el departamento huele a que Rosy, horas antes, recicló el polvo, maquilló los escusados y trapeó nuestras pisadas viejas. En ese instante a la noche se le abre un hueco en donde apenas cabe mi satisfacción de papá, en donde agradezco y detengo el tiempo, en donde la realidad me parece perfecta como está y a mi vida no le sobra ni le falta ningún adjetivo.

Y si le hago caso a mi pulso amoroso, pero no a la razón, dejo que Mateo se duerma en mi cama para abrazarlo cuando está hecho un ángel de ojitos cerrados con la boca entrando y saliendo un acompasado soplo de vida. Ahí no le temo a nada sólo a la muerte.
Ahí sí no quiero que me atrape la desmemoria. Ahí me quiero eternizar.
Ahí me retrato y me imprimo en el álbum de Dios que no es otra cosa que el amor.