miércoles, 25 de marzo de 2015

Mi condesa

Estoy en cuclillas abriendo la esquina lateral de una maleta que viajó por su cuenta. Busco la pastilla de cereza que habrá de perfumar mi boca desmañanada. Soy el último en salir a la sala en donde apareces a lo lejos; ahí estás, ligera, pero con presencia de plomo, como si fueras una gacela disfrazada de pantera.

Te señalo con mis dos índices; me estalla una sonrisa en la cara, me ves, nos sonreímos, nos acercamos con la prisa del ansia amorosa, nos abrazamos, nos besamos. Me reencuentro con tu olor de metal y rosas. Mis manos tocan una cintura más esbelta de la que usabas en febrero.
Estoy en casa. Feliz y completo.

Minutos después me convierto en el Hombre Invisible arriba de un taxi que se atasca en el tráfico. Lo que hablo se lo lleva Viaducto o el maldito Eje 3 Sur. El chofer no me hace caso. No importa, yo me consuelo metiendo mi mano izquierda en tu espalda baja. La humedad nos habita en axilas y vientre, pero tenemos que posponer el trance sensual para después.

En una cabina de radio me enamoro de la psicóloga. La mujer ya me tenía atrapado, pero la especialista en celos y emociones terminó de engatusarme. Soy hombre al agua.

Por la noche me llevas al teatro a bordo de un taxi conducido por quien parece ser ex porro de la UNAM: un hombre amable, pero inflamable. Un tipo que se incendia con leves conflictos de tráfico y que reniega con los policías hasta llevarlos a la antesala de la humillación. Un hombre que, sin embargo, nos da las buenas noches con el tono complaciente de los tíos políticos.

En el escenario se quiebra una dictadura al tiempo que nace una banda de rock. La represión se convierte en libertinaje, la inocencia creativa de los años ochenta palidece ante la amenaza brava y letal de la heroína. Asistimos a un aparador de muñecas convertidas en bailarinas, y de hombres con cuerpos que parecen tallados por Miguel Ángel. Se liberan sudores, feromonas, hormonas, calenturas que llegan hasta nuestra butaca. Me señalas a una actriz, me puntualizas lo bella que ella es, pero su hermosura no despeina mis pestañas. Nada externo me conquista porque estoy sentado a lado de ti, ¿no te das cuenta lo mucho que me gustas por encima de todas las personas, todos los animales y todas las cosas?

Lo que sigue es irnos a bailar. Una mano anónima nos cobra las entradas, una mano sin cuerpo pero con vocación de recaudadora, ágil y siniestra. Basta que entremos a la bodega convertida en antro para saber que las próximas horas sudaremos con experimentos dancísticos. En tu vestido de encaje se anclan miradas de hombres y de mujeres. Mi deseo se dispara cuando noto que te desean. Horas después serías la bailarina exótica que me frota el bajo vientre a un ritmo del que no tengo el más minúsculo control. Me vacío dentro de ti, justo cuando me lleno de ti. Bonita economía tiene nuestro Amor: siempre salimos ganando.

La mañana siguiente compruebo el toque masculino que tiene tu personalidad. Amo que seas una mujer tan hombre. Pones música y ésta suena como si viviéramos en un departamento del Bronx, o de Mitras Centro. Te paseas en calzones y blusa. No resisto la tentación de retratar tu bronceado perenne. En vez de tomarte a la fuerza, me domestico y te hago fotos. Cada imagen que capto es una mordida pixelada en tu cuerpo, y, si volteas, tu cara lo mejora todo.

Atiendes mi petición y me llevas a la Basílica en un soporífero vagón de metro. Llegamos al sitio en que construyeron una casa a Guadalupe. Me conecto con Ella. Todos los días le rezo, le platico, le agradezco, y ahora, a tu lado tengo la oportunidad de visitarla, de ponerme de rodillas y hablarle a sus oídos celestes, divinos. Entre tanto, tú y yo conectamos en unas escaleras, en medio de un rebaño de miradas, en las idas y venidas de nuestras manos que se toman y se dejan. Nos comunicamos sin hablar. Siempre me dices más con tus ojos de cenote que con tu boca de acento bolivariano. Nos despedimos de Guadalupe para entrar a la casa de Ronald McDonald. La espiritualidad no está peleada con el apetito franquiciado. Al final de la jornada comulgamos con un Mac Trío y cocacolas heladas.

De regreso cantas algo acerca de guayabas... Sabes muchas cosas.

Esa noche nos desnudamos y quedamos de blanco. Tu pijama y la mía reflejan el color asociado con la pureza. Y no se equivocan: estamos entrando en la parte de nuestro amor más transparente hasta la fecha. Hacemos el amor mientras el Amor nos costruye como uno solo. En nuestra unidad caben pocos y sencillos elementos: un par de velas y la música de Johann Johannsson. Nos perdemos entre pianos y violines. Tu pelo húmedo me trapea el vientre. Me filtro dentro de tus paredes más íntimas. Antes de dormir te agradezco por regalarme el mejor sábado del que tengo memoria. Nos dormimos, también, entre pianos y violines.

De repente estamos en una terraza. La vista es más deliciosa que la comida. ¿Te acuerdas de ese cielo? Me hablas desde el corazón y con el corazón te escucho. Caminamos entre extras de cine, entre Pepas mugrientas, entre Maléficas mestizas. Descubrimos cuadra a cuadra que los eloteros del Centro Histórico se tomaron el día libre y entonces tienes la mejor decisión: ir por lo conocido, llegar a la tierra prometida del elote en vaso. Una vez allí, nuestras bocas se hacen de agua saboreando granos barnizados de queso, mayonesa y chile.

Otra vez caminamos los parques. Otra vez las veredas adornadas por las hojas de los árboles. Otra vez nuestras manos jugando a ser péndulos que chocan, que se toman y se dejan. Ahí viene el final, lo sabemos, pero una nieve de pistache nos distrae de lo inevitable. En la banca de una plaza te digo apenas un escaso porcentaje de todo lo que me gusta de Ti. Mi intención es que sepas que te dejo el corazón y el estómago y el sexo y la mente. Que te amo más allá de lo pronunciable. Que te amo más allá de la poesía, de las palabras lindas, de las metáforas, del rollo mamón. Me importa un tuétano acariciarte con frases, lo que quiero es amarte a la mano, en lo real. No te quiero embriagar el oído ni humedecer las entrañas con discursos amorosos ni con oraciones aderezadas. Te amo en lo simple, aunque seamos dos almas complejas.

Antes de llamar al taxi me amas en sube y baja.

Tras la gala sensual nos asalta el silencio, o quizá sea más adecuado decir que nos invade la imposibilidad de hablar. Noté que tus ojos se hacían de esmeralda, pues estaban encharcados de lágrimas. Yo tenía una toronja atorada en la garganta. Te di la mano izquierda mientras con la derecha arrullé el cuello peludo de Luna. La queja del timbre nos sacó de ese triste pantano. Bajamos a la calle como dos fantasmas cabizbajos cuando saben que se ha terminado el Halloween. Nos despedimos con la torpeza de los amantes que desde ya se extrañan, que lucen desarmados por el duelo que hereda un adiós. Me subí a un carro rosa. Doblé la esquina y te lancé chiflidos de albañil. Volteaste sonriente, ligera pero con presencia de plomo; como si fueras una gacela disfrazada de pantera.

viernes, 6 de marzo de 2015

La utilidad de no encajar

Desde niño te acostumbras a vivir con una tachuela en los intestinos. Nadie te la puso, ya la traías. No importa si afuera está el sol o se cae el cielo a gotas, o si te sacan la lengua o te echan flores; tú vives en el desacomodo permanente. Y entonces, desde ese no-lugar y como mero ejercicio para exorcizar el dolor, escribes una línea que se convierte en la canción que otros adoptan como himno. Qué brillante autor, te dicen. Tras el aplauso social te tocas el vientre y sientes que ahí sigue la tachuela. Funcionas con ella. Corrección: funcionas mejor con ella. Última corrección: La tachuela te mejora.