viernes, 14 de febrero de 2014

Equis Valentín

Todavía me quedan ganas de enrollarme en los conflictos del amor de pareja. Aún espero a la mujer que habrá de apendejarme gacho. Me gusta mucho eso de estar enamorado, de pasar el día enredado a unas nalgas, empalagado a un olor, sumido a un tono de voz único, fascinado a un peinado. No le he perdido ni la fe ni el apetito a esa locura por más que haya padecido la imposibilidad de las relaciones humanas.

El amor es una decisión y una suma de coincidencias. Es un derrumbe de químicos. Un ave inasible. La demencia perfumada. Enamorarse es inaugurar un conflicto de espacio porque sólo cabes en el sitio en donde está tu objeto amado. Y luego el mundo se te hace muy corto; el universo se convierte en una cama, una cocina, un cajón de estacionamiento en donde ella te mira como narciso miraba la fuente.

Ya lo he dicho, el amor es una incomodidad, un brusco aprendizaje. Ese lío apenas se suaviza con los adornos que del amor son propios: los besos, los abrazos, la penetración; de otra manera estar enamorado sería una incomodidad muy cruel, sin premios. Menos mal que el trámite viene acompañado de las fiestas de la piel (si no, nadie le entraba).

Yo sí creo. Sigo creyendo. Mi existencia, casi toda, está dirigida a la apetencia de reencontrarme con el amor.
Una vez más y hasta que dure.

OTRA VEZ MATEO.- Mi hijo me ha regalado los mejores fines de semana de mi vida. Crece mi chaparrito. Tengo decenas, cientos, de imágenes suyas. Anoche se puso su mochila al hombro y caminó hasta el carro con el peinado recién bañado y con el andar de quien se translada adormilado. Esa polaroid que retraté en mi memoria, en un acto tan simple, me inundó de ternura. Otro día corrió hacia un brincolín, pero no corrió como los adultos sino como los niños: intercalando un pie con otro en pequeños brincos avanzando como jinete. Se le movía el gallillo del pelo. En ese momento, frente a mis ojos, volvió a saludarme eso que yo llamo Dios.

QUÉ BUENA VERSIÓN.- Un clásico del cuarto de enmedio.