viernes, 31 de mayo de 2013

Sin llantitas

Mateo está aprendiendo a andar en bicicleta sin las rueditas de soporte traseras.

Lo mejor no es que él aprenda sino que yo le pueda enseñar. Qué gran oportunidad es la de enseñarle a los hijos lo que sea. La atención que te ponen y la confianza que te depositan es una moneda que sólo se cobra en el corazón y en las vísceras bofeadas de ir atrás de ellos motivándolos, echándoles porras, aplaudiéndoles.

Le digo a Mateo que la regla básica para montar una bici es no tener miedo y que si se cae es porque tiene miedo a caerse. Se lo digo a él, pero me lo aplico a mí. ¿Cuantas veces me caí por el purito miedo a caerme?

-No importa lo que pase, hijito, no dejes de pedalear. Bueno, pero si ves un carro, frenas y te orillas (a la orilla).

Y ahí va mi tribilín rubio idéntico a su padre, a bordo de dos llantas que parecen ebrias patas de bambi, tambaléandose como rodando en medio del temblor.

Un madrazo, dos; uno más. Las lágrimas se hacen surcos negros de tierra en las mejillas. Veo el pavor en su cara. -Pero no Mateo, súbete, órale, ¡vámonos! Y me hago el corazón de piedra sabiendo que lo tengo de gelatina.

Mi hijo logra hacer cuatro vueltas a la manzana solito hasta que se arrima otro leñazo en la calle. Pero esta vez no llora, poco a poco va aceptando que las caídas son una parte preferentemente evitable de toda aventura que valga la pena.

-Te felicito Mateo, ¡lo hiciste muy bien!

- Sí papá, pero fue gracias a tus consejos.

¡Eso me dijo!


viernes, 17 de mayo de 2013

Being John Travolta

El recuerdo más remoto de mi existencia se ubica en el balcón de un departamento donde viví de los cero hasta los cuatro años.
Ahí estamos Irene y yo untándonos crema de afeitar en la cara. Recuerdo la presencia tibia del ungüento en mis facciones y el rostro de mi hermana embetunado de blanco. Nos estamos riendo, divertidos. Por ahí anda mi mamá, pero no tengo registro preciso de ella en la escena. También por ahí está la vista hacia el parque Mississippi, las copas de los árboles atravesados por la luz del sol en franca despedida, el diminuto bosque de mi infancia, la queja de los columpios que pillan como cuervos.
Las últimas horas antes de que papá llegue del consultorio.

Siete años de mi vida sucedieron en los años 70, pero mi psicodelia subjetiva abarca no más de 10 recuerdos. Un día fuimos al Cinema Valle a ver Grease. Hasta ese momento yo no tenía idea de qué era el amor, ni la playa, ni las chamarras negras, ni el gel para el pelo, ni los cigarros, ni las parejitas que andan quedando en la prepa. Mi primer brujería fue culpa de Oliva Newton-John, pero la atracción sexual era un tesoro demasiado enterrado en mi subsuelo; yo no sabía nombrar lo que esa güerita me provocaba, era incómodo y placentero a la vez, como una papa frita ardiendo que nos quema el hocico con la misma intensidad que nos suplica devorarla.

Pero el big deal fue John Travolta. Desde la primera escena supe que yo quería ser como él, con todo y su pasito de pantera rosa, las patillas enmarcando los cachetes, el peine en la bolsa trasera, el hoyo en la barbilla y el gesto con la quijada descuadrada. Me gustó que todos lo saludaban (en mi mente se plantaba el génesis de "ser popular"), y que todos lo querían a pesar de que era el peor atleta (cosa contraria pasaba en mi primaria). Además, me cayó bien que se sordeaba/deseaba a Sandy con torpe maestría y que cantaba bien cursi en los columpios. Danny Zuko era toda la información que mi ADN no tenía. El cine construyó con Travolta la primera zanja entre mi realidad y mi ideal.

Salí del cine encarnado en un miembro de los T-Birds, pero sin la chamarra negra. De ahí fuimos a casa de mi tía Pili y ella me saludó como el niño que yo era, pero yo contesté la cortesía con la indiferencia de un dandy urbano al que no le interesan los convenios sociales. Hubiera querido tener un chicle para masticarlo de lado y un cigarro para estacionármelo en la oreja. Me urgía llegar al baño para empaparme el pelo y con la mano fabricar un peine imaginario que ondulara mi greñilla al ritmo pompeante con el que lo hacía Travolta.

Hay dos tipos de películas: las que más te gustan y las que marcan tu vida. Travolta está en las dos listas gracias a Pulp Fiction y Grease, respectivamente. Curiosamente son las dos únicas películas en donde sale él que valen la pena para mí.

Rolita por favor,