lunes, 28 de febrero de 2011

Chimuelín y Chilinsqui

La vida sucede en donde te la pasas bien, que es casi siempre en donde están tus hijos.
La vida sucede en los parques. Sucede ahí y ahí se queda.

Durante el fin de semana Mateo tuvo la conmovedora destreza de perder un juguete y un diente en el mismo parque, con apenas un día de diferencia entre una pérdida y otra. El sábado uno de sus bakuganes favoritos quedó traspapelado para siempre mientras que el domingo escupió un incisivo tras darse estupendo madrazo en el pasamanos.

Al bakugán lo buscamos pecho tierra entre hojas secas, colillas de cigarro, corcholatas, palos de tutsipop, piedras, envolturas de sabalito, sandalias con pedicure francés, triciclos estacionados en doble fila, plumas de urraca, etcétera, pero no apareció.
Mateo lo lamentó esa noche hasta que se quedó dormido y cuando despertó fue lo primero que lamentó. (Trabalenguas patrocinado por Augusto Monterroso).

En cuanto al diente, a ése sí lo caché con el mismo apasionamiento con el que las amigas de la novia capean el ramo. Me sentí un poco mal porque después del accidente la boca de mi hijo chorreaba una sangre casi negra y yo sostenía el diente como si fuera una pepita de oro, emocionado con la pieza expulsada en mi mano, viéndola, larga como de caballito (de mar), como perla puntiaguda.

Corrimos al baño siendo Forrest cargando a Bubba, pero en versión campamocha y catarina. El rostro de mi hijo era un Pollock pintado a base de lágrimas, moco y sangre. Por suerte la hemorragia se detuvo primero que el llanto, poco antes de que la madre del herido llegara a la zona del conflicto con la cara que ponen las mamás para dar a entender que todas las tragedias suceden (únicamente) cuando los niños están al cuidado de los papás.

Mateo recobró la vertical poco a poco, administrando sollozos y temblorina. Luego dijo que sentía "airesito" entrando por la recién inaugurada ventana de su sonrisa y hasta posó a la cámara de mi celular. Chimuelo es otro niño, se ve más travieso, más dumb & dumber, más grande, más snif.

Del impacto nos fuimos a la fábula. El infante fue informado de la tradición del ratón que deja monedas bajo la almohada a cambio de dientes de leche. Cuando su mamá le preguntó qué se iba a comprar con ese dinero, Mateo contestó lo inapelable: "Un bakugán como el que se me perdió ayer".

PREGUNTA FRECUENTE DE ESTE POST.-
¿Qué chingados es un bakugán? Ahí va:

lunes, 21 de febrero de 2011

'The noblest revenge is to forgive'

Si esta semana tienen huevilla de meterse a ver una película "looking for Óscar" les recomiendo Looking For Eric. La proyectan en apenas dos cines pero no van a tener problemas de espacio ni tumultos porque nadie la está pelando como a la muñeca fea. Yo fui el viernes y éramos cinco personas. Está muy sobado echarle la culpa a la Ley de Murphy pero siempre me sucede que en una sala vacía los únicos viejillos platicadores y sordos y miopes (-¿Qué le dijo? ¿Qué hizo? ¿Quién es ése?-) se sientan atrás de mí y me obligan a migrar de butaca en butaca. Bueno, la vemos y la platicamos, ¿sí?. Que tengan buen lunes if heaven exists.

viernes, 11 de febrero de 2011

No te dejes

Jennifer Aniston cumple hoy 42 años. A mí ella me cae muy bien y me gusta otro tanto. Es tan no-bonita que es guapísima. La belleza se acaba con los años, la guapura no. Muchas felicidades, culiflower.

Bueno, al tema.

Hace muchos años le preguntaron a Nikki Sixx si no sentía remordimientos porque la música y la actitud de Möntley Crüe era un mal ejemplo para los niños.

Sin pensarlo mucho, el bajista de la banda respondió que hay niños malos con y sin música de rock, y que de hecho algunos infantes son realmente perversos de nacimiento.

Sícierto, hay niños hijos de su pinche madre. No convertiré este post en un lavabo para enjuagarme las manos como Pilatos diciendo que Mateo es un santo, ni de pedo, pero al menos no le he notado la crueldad que en otros niños aflora poco después de que aprenden a caminar.

El otro día en la casa de Ronald McDonald el más pequeño y único de mis hijos estaba sudando sin apestar en los McJuegos. Brinque y brinque, grite y grite, jode y jode, tose y tose. Lo normal. En eso se le acercó un chavito menor que él con los ojos encendidos y sin avisar comenzó a tirarle madrazos a Mateo, en la cara y con el puño cerrado.

Ah, qué feo se siente. Me levanté con los resortes torpes de los papás que no sabemos lidiar con la agresividad propia, menos con la ajena, y le fui a decir al pequeño demonio que no estuviera peleando, que todos los niños podían usar el resbaladero uno por uno y todo eso que se les dice a los mini hooligans.

Mateo empezó a llorar, no sé si por los madrazos que le dio el niño o por tener un papá que se ve muy chistoso cuando quiere ser conciliador. Total, que en pocos segundos todo siguió como si nada, mi hijo siguió jugando, el lactante agresor se tranquilizó y yo me fui a la mesa todo ajuanado, pensando en el miedo que me daban (dan) los madrazos de chiquito.

Yo era (soy) bien culo. Y lo que más me culeaba (culea) es que nunca pude repeler una agresión dando un golpe de regreso. Mientras fui niño los adultos me decían que si alguien me pegaba se la tenía que regresar, y más fuerte. "¡No te dejes!", era el eslogan con el que me intentaron persuadir para defenderme. Pero, además de que pocas veces me la hicieron de pedo, en la única ocasión que me golpearon no pude sacar un chingazo de vuelta. Peor que recibir un fregazo, para mí era (es) soltarlo.

Y tampoco porque sea yo un santo o le haga caso al emblema católico de poner la otra mejilla cuando te cachetean, sino que simplemente no le puedo pegar a alguien. Quizá en el hipotético caso de que me estén dando una madrina soltaré dos o tres chanflazos, pero a bote pronto no me sale. (Las pocas nalgadas que le he dado a mi hijo me han dolido como nada en la vida).

Los años en el karate me ayudaron un poco a soltar puñetazos sin culpa. Pero aún en los combates controlados en el dojo, siempre preferí defenderme bien y atacar lo mínimo necesario. Sí, ya sé, muy pinche Gandhi yo, pero sí, le saco mucho a la violencia aunque sea deportiva.

Ahora, una cosa es no saber pelear, temer a los golpes, sacarle a las agresiones y ser culillo, y otra muy diferente es no saber manejar la ira. Ésa es mi gran contradicción: Le saco la vuelta a los golpes, me adhiero a la bandera del amor y paz, PERO al mismo tiempo soy una olla exprés, un cuete navideño con la mecha muy corta, una yerbita seca que se enciende a la primera.

Porque éste que les escribe es bien antiviolencia pero puede encabronarse muy fácil: con el cajero come-chicle que se tarda en pasarlo a la ventanilla del banco, con el mesero que se hace güey, con su hijo que no le hace caso para lavarse los dientes, con el sistema desesperante para renovar la visa gringa por internet o con el bache tipo cráter que se cruza y le zarandea todo el carro.

¿Cómo puedo ser un hombre que cree en los pactos de no agresión y enchilarme tan fácilmente y ante los más mínimos/máximos inconvenientes? ¿Porque no puedo liberar el fuego interior en pequeñas flamas y sí estallar con la pena de un volcán con incontinencia? ¿Por qué acostumbrarse a vivir como una bomba de tiempo que saluda a toda madre, pero que puede reventar en cualquier momento?

Desde hace tres semanas estoy trabajando en la serenidad, ese estado mental-emocional que mi amiga Carmela define como símbolo inequívoco de felicidad. Parece una trampa aspirar a la serenidad en esta ciudad en donde las escopetas le tiran a las escopetas mientras los políticos, las autoridades y los ciudadanos nos hacemos patos. Una ciudad donde no tenemos respeto vial, donde a la gente le cuesta mucho trabajo responder un "buenos días", donde el recibo de luz te sale lo que antes te costaba un fin de semana en Real de 14, donde las noticias son una calca en sangre del día anterior. Y etcétera.

La onda, creo, es como todo (diría la Chimoltrufia). Es decir, lo único que me puede resultar es hacer ese ejercicio de manera estrictamente espiritual, o sea, aspirar a la serenidad a pesar de Monterrey y de mí mismo que tampoco soy en estos momentos un ejemplo para la juventud. Ponerme en manos de la Confianza de allá arriba cada 24 horas. Cuidar el corazón, el hígado y la hernia, en ese orden.

Qué bonito se escribe en un post, pero es muy difícil; a mí al menos me resulta muy difícil. Hay gente que yo sé que no batalla con esto, gente que en la sangre trae yogurt y que tiene espíritu inoxidable. Pero yo sí batallo, me cuesta, y ahí la llevo. Luego hay gente que me dice: "Yo no te imagino enojado", pues sí, porque lo sordeo muy bien.

Regresando a Mateo, yo no quiero salirle con el "¡no te dejes hijito, pégale!" cuando lo vuelvan a agredir, pero menos quiero que se aprovechen de él y también quiero que sepa defenderse. ¿Qué hago entonces? ¿Lo invito a que dialogue con el otro animalito? ¿Le enseño a correr? ¿A perdonar? ¿A guardarse ese coraje para que después sea un adulto "buena onda" que explota si la sopa le llega fría? ¿Lo meto ya en el karate para que sepa defenderse sin agresión? ¿Me lo llevo a vivir a Flanderslandia?

Apostarle al diálogo en estos momentos es lo mismo que aquella famosa escena en la que un árabe se pasa de mamón intimidando con su espada hasta que Indiana Jones saca su pistola y lo mata a balazos. Cuando quieres platicar tienes de regreso, mínimo, una buena mentada de madre sino es que un rodillazo. El arma grande se come a la chica. El puño entiende a puñetazos.

La neta, no sé cómo educar en este aspecto (y en otros mil) a Mateo. Por lo pronto voy a seguir trabajando en la serenidad, encontrar por fin con ese equilibrio que nunca me he regalado porque desde chiquito me instalé un chip con una grabación que me dice que estar sereno es estar serio y que estar serio es ser un aburrido. Ni madre, ¡ya!, a la chingada. No me voy a dejar de reír, de divertir, pero ya no quiero guardar una molotov en el estómago. Ya no quiero caminar tambaleándome de frustración por esta vida única, mejorable y siempre sorprendente.

Rolita, por favor.


viernes, 4 de febrero de 2011

Get it on

Antes que nada quiero decir que se me hace una completa nacada ir a ver la nieve que cayó en Chipinque, y añadir que me encantaría cometer esa nacada si no estuviera aquí encerrado en la oficina. ¿Se dan cuenta?, el trabajo me libra de ser (más) naco, me lo contiene un poco. La ociosidad es la madre de todas la nacadas.

Pero mañana será peor porque yo estaré convertido en un naco tardío que sube a la montaña a ver el deshielo de los encinos y a poner el gesto soberbio de que a mí esa nieve de plumilla me vale madre, que porque yo ya viajé y ya me embarré en hielos más constantes y de primer mundo, que porque tengo millas acumuladas y que porque una vez me caí de sentón en Whistler sin poder poner las manos por andar cargando una bolsa de sandwiches.

Ésas sí son nacadas, imaginen a cuatro mexicanos de 20 años en medio de un paisaje nevado de postal canadiense, turnándose entre sí la humillante tarea de cargar una bolsa con pinches lonches envueltos en servilletas, mismos que hicieron la noche anterior como mamás de kinder y todo para ahorrarse una comida en el restorán caro. Los cuatro mexicanos y su bolsa van caminando montaña arriba mientras los turistas tipo Hola! que sí fueron a esquiar les sacan la vuelta de bajada.

Madres.

Cambiando de tema, hoy es viernes, pero no tengo ganas de blusear ni de oír música nieta de Peter Gabriel. Al contrario, quiero música de regadera, ideal para cuando sales de bañarte y que sirve para secarte con más ganas las partes adjuntas de tu vientre, allí en donde la humedad huele a amoniaco y crecen unos hongos muy simpáticos que nuestros antepasados llamaron "Humus del Coito".

Música de regadera, por favor.