jueves, 8 de mayo de 2008

Check Out

Después del mediodía uno se va sintiendo forastero en el hotel en donde hace unas horas era huésped distinguido.

Tras hacer el check out caminar por aquellos pisos de mármol parece inapropiado porque te sientes como un arrimado. Los gorditos de la recepción siguen siendo cordiales contigo, pero de golpe se les ha borrado la amabilidad extra que tenían antes de que entregaras la llave de tu ex habitación.

Yo soy un ciudadano de Holiday Inn para abajo, pero gracias a mi trabajo he visitado unos 15 hoteles ostentosos en los últimos cuatro años, sitios en los que jamás hubiera pasado una noche si el gasto corriera a cargo de mi cartera. O sea que soy un consumidor de hoteles de lujo que saluda con sombrero ajeno.

Antes de que llegue el Super Shuttle que me llevará al aeropuerto, me meto a echar el último cague de viaje (siempre hay un último-último) al baño del lobby (siempre vacío, ¡bien!) y entonces me pregunto si no habrá una cámara que me vigila. Después de todo no tendría yo nada que estar haciendo allí, pues ya hice el check out y ya no pertenezco a la élite de los que siguen hospedados.

Saliendo del baño me quedo sentado por más de una hora en el lobby, que es una especie de mueblería ecléctica en la que hay salas de cualquier diseño y sillones con todos los tonos de café y verdes que puedas imaginar. Soy un ex huésped y por eso envidio a los que siguen registrados; me siento celoso de la libertad con la que se mueven, entran y salen en las mejores y peores fachas. Algunos se pasean en traje de baño y hay otros en pantalón de vestir y corbata, nadie ni nada puede obligarlos a seguir una regla de etiqueta porque por el momento son los "dueños" del hotel.

En cambio yo, el ex huésped, debo comportarme y descartar la idea de subir los zapatos al sillón para evitar que los empleados de seguridad desquiten su sueldo. En unos minutos me iré, ya no soy prioridad para nadie, si acaso el encargado de los equipajes sigue muy atento conmigo quizá esperanzado a que le saque mi último billete de a dólar. Ningún otro lugar como los hoteles para descubrir la diferencia entre pertenecer y no pertenecer.

Mientras estuve registrado en la habitación 634 me bastaba con levantar el teléfono y apelar al “Hello, I’m Mr. Gúzman” (sí con el acento en la “u”) para que mis deseos fueran órdenes. Los empleados más aplicados, como Luis el de la barra, se aprendieron mi apellido y me saludaban en español. Decían: ¿"Cómo amaneció hoy, señor Gúzman?, ¿va a querer ver el menú o mejor le platico lo que nuestro chef ha preparado?". ¡Oh!, la vida lujosa de a grapa es una prestación valiosísima de mi chamba.

Pero con el estigma de haber hecho ya el check out soy la antiprioridad de Luis y Compañía, pues ahora ellos tienen otras necedades multirraciales qué satisfacer.

Afuera la ciudad, cualquiera, puede hacerte click o no, puede gustarte o no, pero un hotel si es bueno se distingue por abrazarte a tu llegada y hacerte sentir bienvenido, único e importante. Lo malo es que a la salida, después de un "esperamos que haya disfrutado su estancia con nosotros" se acaba el encanto y te sientes como un Sultán que acaba de despertarse de un sueño y que ahora debe reincorporarse a la cultura de los esfuerzos. Sin el respaldo de "tu" hotel regresas a la vida real a pelártela.

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