lunes, 17 de marzo de 2008

Crónicas de Narnia: Yuyo, el cojín y el ladrón

Una vez a la semana como en casa de mis papás y algunas cosas que me topo allí tienen su propia historieta. He aquí una de ellas:

Desde que me acuerdo mi papá lee mucho, se avienta novelas, libros de medicina, cuentos, biografías, todo; es un devorador de libros. Pero aún con todo lo que sabe, él no es una persona que presume sus conocimientos en cualquier plática de sobremesa, a menos que tengas el atrevimiento de preguntarle algo en particular y entonces sí, debes sentarte y armarte de paciencia porque te detalla con cuidado todo lo que ha leído al respecto.

En los últimos meses mi papá ha modificado, pero no sustituido, su hábito de lectura. Sigue paseando sus libros y su Biblia, pero ha sumado a su pasatiempo literario el consumo de páginas web. A mí me da mucho gusto verlo leyendo frente a una computadora porque nunca imaginé que la cibernética llegara al hogar pleistocénico en donde me críe. Hasta no hace mucho tiempo el gadget más avanzado que había en casa de mis papás (alias Los Picapiedra) era una máquina de escribir Olivetti (foto), con la que hice mis tareas de prepa y universidad, acompañado siempre de ese inventazo ahora en desuso llamado liquid paper.

Pues sí, mi papá ha sido tocado por la tecnología y el internet. El cuarto que antes era "de la tele", ahora es gobernado por una Alaska con la que navega en infínitum. Ahí tiene un escritorio cómodo y una silla de oficina en la que apila varios cojines para quedar a la altura del monitor.

Cuando voy, el cojín de mero arriba del asiento me acusa silenciosamente de ser un ladrón, porque algún día lo fui. Ese pedazo de tela y hule espuma me recuerda que una noche de 1993 debí ser arrestado por cometer allanamiento, acoso y robo, entre otros cargos. En mi defensa puedo alegar que los delitos que cometí fueron pasionales, a ver si con eso el juez me quita algo de culpa.
En los tiempos en que fui delincuente estaba yo bien clavado de una chava cuatro años mayor y que siempre me salía con la jalada de: "Sí me gustas, pero tú y yo no podemos andar". Muchas noches de fin de semana me estacioné frente a su casa para interceptarla cuando ella llegaba del antro. Ahí pernoctaba, echándome porras a mí mismo, creyéndome la versión tercermundista de Marco Leonardi en Cinema Paradiso, o sea, el carita pobre que espera a la mujer amada bajo la noche, la lluvia, el viento, bla, bla, bla...

De todas las noches que la esperé sólo tres tuve éxito. La ventaja es que ella venía medio enfiestada y escasa de moral, entonces como premio de consolación por la espera me regalaba algunos besillos que yo saboreaba de regreso como si estuviera saboreando chocolates rellenos de rompope. El encanto se terminó cuando le propuse que fuéramos novios. Dijo que no.

Una noche de copas póstuma al desaire amoroso llegué hasta su casa, tomé la perilla de la puerta principal y noté que estaba abierta. Entré y me puse a husmear en su casa, me metí en la cocina, pero por respeto a su papá no abrí el refrigerador ni me comí sus jamones, actividad que siempre hago cuando abro un refrigerador propio o ajeno. Luego me senté en la sala, vi en la penumbra de la madrugada sus fotos familiares y me recosté en un sofá. En ese silencio oscuro sentía mi pulso rebotándome en la sien, pero me aguantaba el miedo porque quería esperarla y darle la "sorpresa", pero nunca llegó. Con los minutos a mí se me fue bajando la ebriedad incompleta y se me fue despertando la conciencia, y entonces sentí pavor de que alguien se despertara y me sacara una escopeta.

Rápido me salí y noté que el vochito que hacia vigilancia en su colonia iba a pasar por enfrente y entonces para que no me vieran me metí en el Grand Marquis de su papá ¡que también estaba abierto! Me acuerdo que olía a lo que todos los Grand Marquis huelen, a una mezcla de cigarro, cuero viejo y gasolina. Cuando se fue el vochito voltee al asiento trasero y noté que había un cojín de espantoso estampado. Sin saber por qué, lo tomé y me lo llevé como trofeo. Llegando a mi casa oculté el cojín como si se tratara de un cadáver, pero luego de algunos días lo saqué y terminó como terminan todos los cojines, a un lado de otros, amontonados, anónimos, portátiles, olvidados.

Quince años después, aquél objeto robado por fin tiene una vida útil, ya es importante, ya sirve para algo. Ahora le da unos milímetros más de estatura a mi papá que se sienta en él para que poder llegar a la altura del monitor de su computadora y así leer durante horas.

1 comentario:

la burbuja de yol dijo...

1ero.¡Que onda con la familia de tu amiga que deja la casa y el carro abierto! super confiados...

2undo. Que risa me dio imaginarte en una casa ajena medio crudillo y robandote un cojin, jaja.

3ero. Que buena historia que siga ahi el cojin en casa de tus papas, y sobre todo que le den uso.