Por ejemplo, yo me siento muy orgulloso de mi encino, el árbol que plantamos frente a la casa. Si ustedes lo hubieran visto cuando recién llegó a nosotros entenderían porqué me siento tan feliz con él.
El jardinero nos lo entregó tilico, hecho un cadáver, con las hojas a punto de secarse. Nosotros lo recibimos como quien acepta tomarse un vaso de leche que está a punto de pudrirse. Su primera Navidad fue la burla de los otros árboles de la colonia porque le pusimos unas esferotas con las que parecía niña anoréxica metida en un lánguido collar de perlas. Le echamos fertilizante y enraizador, pero al arbolito no se le veían ganas de florecer.
Un día de marzo noté que algunos brotes verde limón salían entre sus ramas de campamocha. Me sentí feliz, contento y muy orgulloso de él. A los pocos días nos enteramos que Mateo venía en camino y yo relacioné que ambos hechos, el renacimiento del árbol y el embarazo de Maga, tenían relación entre sí.
El encino cumple con ésta, tres primaveras viviendo con nosotros. Ahí está, siempre en posición de firmes, creciendo; le falta menos de un metro para llegar hasta la ventana de nuestro cuarto y sé que algún día su follaje nos tapará los incómodos rayos solares del amanecer.
Y ya no es la burla de nadie. En aquellos vientos huracanados de Semana Santa, nuestro encino permaneció de pie, como soldado perenne, mientras que algunos ficus fantoches más fuertes en apariencia fueron partidos o derribados.
Me doy cuenta que Mateo entiende la importancia de las mensadas cuando lo veo jugar con las bellotitas que el encino desprende y que se han convertido en sus juguetes favoritos, por encima de cualquier otra cosa que le hayamos comprado.
De eso está llena mi (nuestra) vida, de mensadas importantes, esas cosas que no le importan a una sociedad de consumo acostumbrada a aplaudirle solamente al empleadillo del mes por sus exuberantes ventas.
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