La Maga y yo dejamos de creer en fantasmas desde que nos casamos y nos fuimos a vivir a una casa cuyos blocks parecen estar hechos de papel y en donde el muro del de a lado está codo a codo con el nuestro.
Durante el día y la noche no escuchamos ruidos del más allá, sino del más acá, originados por nuestros vecinos. Ya nos acostumbramos a oír sin asustarnos sillones que se mueven, regaderas que se abren, lamentos de niños, gritos de mujeres, ganchos golpeando las paredes y televisiones prendidas.
Una noche que estábamos recién llegados de la luna de miel nos sacó un pedernal el grito de una bruja como a las tres de la mañana, pero luego nos dimos cuenta que no era ninguna bruja sino alguna vecina con pesadillas que había gritado a esa hora.
Lo entretenidamente morboso de vivir así es que uno se entera de cosas que no debería. Por ejemplo, durante mucho tiempo fuimos testigos auditivos de los regaños exagerados de Adriana, esposa muy desesperada y madre de tres varones. Esta chava que fingía ser un bombón en público les hablaba bien gacho a sus hijos. "¡Ya te dije que no le pegues en la pipí a tu hermano!", era uno de sus gritos clásicos.
Un día al esposo de Adriana le ofrecieron trabajo en Estados Unidos y entonces se tuvieron que mudar, pero antes de irse nuestra histérica vecina amenazó a sus hijos a la hora de la comida con una frase célebre: "Cómanse todas las frutas porque allá están muy caras y no va a haber". Órale, qué manera tan regio-coda de "persuadir" a los hijos.
Gracias a eso la Maga y yo hemos aprendido a regañarnos en voz baja, con todo y que las mentadas no saben igual cuando las dices a medio volumen. Ni modo, así es esto de vivir apretados, la ventaja es que en nuestra comuna moderna, no se oyen fantasmas porque todos los ruidos macabros tienen nombre y apellido.
Hello world!
Hace 1 mes
No hay comentarios:
Publicar un comentario