En una ocasión en la que mi amigo Marito andaba espléndido nos lanzamos al Escena (famoso antro noventero), a ver si algunas chicuelas propositivas se atravesaban por nuestro camino. Nada más llegamos, Marito pidió que nos acomodaran en la mesa más farolera con una botella al centro.
Con estos vistosos ingredientes sumados a nuestra galanura de LaSallistas fieles LaSallistas no pasó mucho tiempo para que la temporada de caza diera inicio.
Poco después de la medianoche nos estaba yendo muy bien, pues teníamos sentadas con nosotros a dos guapísimas dianas cazadoras comiendo de nuestra mano con el interesante riesgo de quedarnos mancos. Copitas, música de fondo, coqueteo entallado, chispa sobrada en los chistes; en fin, la cosa pintaba de maravilla en nuestra mesa para cuatro hasta que...
...Sí, hasta que vi a lo lejos a la Señorita Cometa.
No quiero indagar qué fue lo que me pasó por la mente, o qué clase de vudú me hizo, pero quedé fascinado con ella, que no era guapa ni en sistema braille. Recuerdo entre las lagunas de mi borrachera que la susodicha llevaba un vestido azul fuerte, creo que era tejido, y estaba amarrado en el ombligo por un cinturón grueso que ni Mimí la de Flans hubiera usado en los ochentas.
Su maquillaje no era más alentador que su figura; era tosco, de brocha gorda, su rostro presentaba algo de charol en la frente y la nariz (zona conocida por los dermatólogos como la "T" problemática). Tampoco era simpática, más bien era altiva porque colocaba sus cejas en posición escopeta cuando me miraba; daba la pinta enseguida de ser una mujer que pegaba con el puño cerrado, nada de cachetadas ni pellizcos.
Pues bien, ahí estaba yo clavado con la Señorita Cometa; engatuzado con la chica del vestido azul. El pobre de Marito hacía esfuerzos estériles para que yo retomara el curso del timón haciéndome señas de que no fuera a echar a perder la noche pues ya teníamos a dos hermosas damas casi soltando brasier junto a nosotros. Sus intentos fueron en vano, pues me fue imposible evitar el naufragio: mi Titanic estaba enfilado rumbo al enorme iceberg, la colisión era inevitable.
Desprecié los pesos por cuidar los centavos. Dejé allí a Marito con su fiesta perfecta, y caminé lo que hubo que caminar para abordar a la Señorita Cometa. Cuando la vi cerquita proferí dos o tres sablazos verbales, "Vamos a bailar", "Mira qué bien se te ve ese cinturón", "¿Quieres algo de tomar?", "Qué guapa eres", "¿Segura que no tienes novio?, no te creo", etcétera.
Luego del amotinamiento de piropos etílicos fuimos a bailar largo rato. Nuestros cuerpos se cocorearon levemente, el fuego encendía nuestro metro cuadrado de pista, su sudor frontal se hizo más evidente. Me calenté. Cuando sentí que era momento de coronar el performance solté la maravillosa frase, ésa que aprendí viendo telenovelas:
-¿No quieres ir a un lugar más cómodo?-, solté.
-Pues... sí, pero antes tengo que ir a casa de una amiga por mi pijama, pues le dije a mis papás que iba a dormir en casa de una amiga-, me dijo con acento encamable.
-¡¡¡Pues vámonos, caon!!!-, dije o pensé.
Juro que antes de irme del antro me topé a Marito muy desconcertado y que allí mismo otras dos damitas se nos acercaron para cruzar cortejos, pero yo andaba enfocado en mi Señorita Cometa.
-Me voy Marito, ya chingué-, me despedí.
Salimos del lugar y caminamos de la mano muchos metros hasta donde estaba estacionada "La Cucaracha" (Tsuru uno, color café caca, cuarto puertas, clima, único dueño), automóvil que perteneció a mi mamá, pero que yo usé no pocas veces. Enseguida abrí la puerta a la Señorita Cometa ya con la mitad de la erección consumada y nos pusimos en marcha hacia donde ella debería de recoger su vaporoso camisón de encaje. Mordimos semáforos en rojo, aceleré en curva, sudé frío planeando a dónde llevar a mi conquista, hice castillos en el aire, ¡que vivan las feas!.
Pronto llegamos al destino pactado. La idea era que ella se bajara, entrara a la casa "que siempre dejaban abierta", empacara sus artículos de primera necesidad y saliera con sigilo para irnos a algún paraje techado con televisión de cable y HBO gratis.
-Espérame, no me tardo,- famosas últimas palabras pronunció.
Y ahí me quedé yo atizando el asta bandera de mi vientre para que no flaqueara a la hora buena, respirando la adrenalina que se fugaba por mis poros, procurando bajar mi borrachera haciéndome yo solo promesas copulares, agradeciendo al dios Baco y a Eros y un dos tres por todos sus amigos.
Cinco minutos, quince minutos, media hora y nada que salía la muchachita. Creo que alcancé a escuchar un conjunto de risas femeniles perfectamente bien afinadas y luego se apagó la luz de la cochera y de la entrada de la casa. Sentí que alguien, o alguienes, me observaba(n). Luego hubo silencio, confusión; coito interrumpido mucho antes de desvestirme.
Previo a que se cumpliera una hora de custodia, me rendí porque estaba claro: me habían tomado el pelo. La Señorita Cometa me había usado solamente para ahorrarse el taxi, para que yo le diera un aventón hasta su destino. Fui un vil chofer particular para ella, pero sin propina ni final feliz.
Órale, trágate ese revés, ego.
Unos minutos más "disfruté" el cachetadón con tanga blanca que me habían aplicado sin darme cuenta y me largué de allí rechinando llanta (I'm a Loser baby, so why dont you kill me?). No recuerdo si regresé al antro por una revancha, pero la suerte esa noche estaba echadota.
Al día siguiente, domingo, mis amigos organizaron un "tochito" de futbol americano al que asistí con la testosterona acumulada. Todavía tengo fresca la carrilla sincronizada que me echaron todos por haberme perdido horas antes en los nulos encantos de la Señorita Cometa y más cuando supieron que ésta no me aflojó ni las buenas noches.
Aquella mañana mi equipo perdió el partido.