El amor tiene maneras muy incómodas de manifestarse. Besar es cómodo, pero levantarte a las cuatro y media de la mañana a tapar a tu hijo es una calamidad. Te das cuenta que amas a tus hijos cuando no soportas la idea de que puedan tener frío en medio de la noche. Claro, ir a taparlos también representa un poco de amor propio pues con ello evitas que la linda criatura se enferme y colapse el balance hogareño que tienes sostenido con plastilina.
Les cuento:
Ya era hoy, pero era de madrugada cuando decidí taparme porque sentí frío. Estaba muy bien acomodado, abrazado a la almohada, medio despierto pero con toda la intención de arrojarme otra vez hacia el tobogán de los sueños, iba de pechito. Pero, antes de volver a dormirme, me amenazó una culpa enorme -tan grande como la piedra en forma de esfera que persigue a Indiana Jones- de pensar que Mateo podría sentir el mismo frío que yo sentía. Aquí no funciona eso del ¿voy o no voy?, siempre hay que ir.
Ser papá es como ser jardinero izquierdo de beisbol, tienes que ir por todas las bolas, las elevadas, las rolas, los faules y también los jonrones; tienes que ir por todos los batazos pues hay que cachar la mayor cantidad de pelotas, tu tarea es evitar todos los hits que puedas (menos el Hit de Uva, gran refresco).
Así que fui. Me puse de pie como pude, no fue nada fácil pues Morfeo me tenía agarrado de cucharita. Caminé como ampollado, mis pupilas se iban ajustando a la oscuridad del pasillo hasta que entré al cuarto de Mateo. Me lo encontré hecho bolita como cochinilla en pánico. Boca abajo, empinado, con las extremidades buscando su centro, con el cachete adherido a la sábana y los labios Jolie abiertos en posición escopeta. Era una hermosa postal de un niño con frío. Coloqué la cobija encima de él y se convirtió así en el niño-montículo. Misión cumplida, pensé, estrellita en la frente, qué buen papá soy y todo eso.
Cuando regresé a la cama advertí que en mi lugar se estaba inaugurando uno de los insomnios más largos del invierno. Ya no pude dormir, parece que Morfeo prefirió ir a hacerle cosquillas a la Maga. Me dediqué el resto de la noche capoteando los ronquidos de Ramona y me puse a pensar en el frío, en su amenaza. Recordé que mi abuela, todavía antes de morir, nos llamaba la atención si nos veía caminando descalzos. Pensé en Yuyo que se sorprende hasta la molestia si me ve en manga corta cuando entran los frescos de otoño. Recordé a Irene que cuando me recibe en su casa me pregunta toda mortificada si no tengo frío antes de darme un beso.
El frío, el frío, el frío; siempre el frío.
Los papás dedicamos toda nuestra vida a espantarles el frío a nuestros hijos. Taparlos en la madrugada es una manifestación muy incómoda del amor que sentimos por ellos. De cualquier manera, el amor no es cómodo.
Hello world!
Hace 1 mes