Cada vez que me agarro a golpes con
Steven Spielberg, pierdo.
No importan mis pretensiones de llenarme de cine "diferente", "alternativo" o "no comercial", pues cuando retorno al entretenimiento pop que dirige y/o produce este señor, vuelvo a doblar las manitas y, a veces, la piel se me engallina.
Real Steel, producida por el invicto
Spielberg, es una película que consagra la fórmula taquillera que hizo millonario a
Sylvester Stallone con
Rocky: el boxeador como
role model evolutivo, el calvario por excelencia del héroe; el sujeto capaz de agarrarse a madrazos con la vida, pero que siempre cae de pie; que resiste los peores ganchos al hígado del destino, y sin que se le caigan los ray-ban; que se acaba a sí mismo, pero no tanto; que inicia evaporado, pero que termina sólido; alguien a quien podrán deformarle la nariz, pero nunca el corazón ni la voluntad.
Spielberg tiene más de 30 años comercializando una fantasía que nos encanta: la fantasía de la familia disfuncional cuyos miembros encuentran iluminación cuando se exponen a eventos extraordinarios como la llegada de un extraterrestre, la guerra, el ataque de un tiburón o la plaga de dinosaurios. El mundo se va a acabar, pero los hijos y los padres peleados se abrazan.
Con
Spielberg los resentidos se reconcilian. El divorciado, el huérfano, la dejada, el desprestigiado, el niño sin amor y el quebrado, hallan alivio, fortaleza, sentido, luz, camino, tiempo y espacio. Pagamos el boleto para ver efectos especiales, pero salimos del cine y los que se nos quedan son los efectos humanos. Sean éstos igual o peor de inverosímiles que aquéllos.
Mateo quedó alucinado con
Real Steel. Yo también.
Spielberg me hace suponer que adentro del cine soy un niño que no crece.