Noviembre-1994
DE AQUÍ.-
No me gusta la gente optimista porque es la misma gente que cree en los finales felices. Yo ni siquiera creo en el final, entonces, ¿cómo creer en el final feliz?
Me gustan las películas que no terminan en nada porque la vida no termina en nada. El final feliz del beso rosa pretende tocar la aspiración de muchos, y por consiguiente llenar la taquilla de un cine porque la sociedad de consumo está llena de románticos que no saben (sabemos) en donde más gastar el dinerito, ni calentar la esperanza de que algo bueno nos va a pasar en un ratito, en un año, en cinco, la próxima década... cuando seamos grandes.
Entonces, si pasa en la pantalla, ¿verdad que nos puede pasar a nosotros amorcito corazón? Ni madre, no pasa. La vida no es una película, no hay finales, con todo y que la gente tenga de moda eso de cerrar círculos.
Y me vuelvo a contradecir porque no puedo negar que también me gustan los finales felices, ¡oh!, ¿sí o no?, pero me cae mal que éstos duran tan, pero tan poco porque el final feliz de la película supone el reencuentro con nuestra vida difícil. Las buenas películas son tan crueles cuando las comparamos con nuestras limitadas personalidades. (Pero los límites de los personajes son los que nos identifica con ellos, ¿verdad?).
Uno quisiera llevarse entonces la película buena a su casa, enseñarla a hablar español y a comer con cubiertos, presentársela a los amigos como si fuera un familiar lejano, y con el tiempo lograr la confianza del reparto y del director para que nos inviten a vivir en la película misma; no importa, ahí me duermo en el catre, ¿que me aburro?, ¡nombre!, para nada, aunque me sepa el guión de ida y vuelta, y ya sepa qué decir y qué hacer.
¿Me gustan o no los finales felices? Ya ni sé. ¿Me caen bien los optimistas? No, esos sí que no.
El final es apenas cinematográfico, novelesco, eyaculatorio. Por otro lado, si según yo el final no existe y que las cosas solo cambian entre las líneas del tiempo, supongo también que todo se trata de un continuo desprendimiento. Nos desprendemos constantemente de modelos y patrones establecidos o vividos hasta que éstos se vuelven a poner de moda, y entonces el chavito se viste igual que su papá y la chavita le anda volando los vestidos color pastel a su madre. Esos desprendimientos viejos junto con los nuevos agarres es lo que la gente llama(mos) final.
Desprendernos duele y/o alivia, como sucede también cuando queremos volver a encajarnos. Me queda claro que en este intercambio de gozo, de placer, de dolor, de tropezar de nuevo y con la misma piedra, de desprendimientos y nuevos agarres, en medio de esta polvareda, se levanta el siguiente consuelo: Vivimos entre ángeles que a veces nos soplan al oído. (Este texto pretendió tener un final feliz y angelical patrocinado por Wim Wenders pero la verdad no supe cómo cerrar la idea...¿Para los flojos es más fácil no creer en los finales porque así nadie nos obliga a aterrizar nada?).
DE ALLÁ.-
Hay optimismos de evasión y optimismos de no nos queda de otra. Aun los amargados y los mártires nos cansamos de sufrir o nos toca un periodo realmente sin sombra y, ni modo, a disfrutarlo porque además adelante vendrán más periodos de oscuridad y hay que mantener el ánimo. Y eso son periodos agradables, brillantes, tranquilos.
No hay final, aun esta "reflexión" será continuada en otro espacio o en el mismo y ese consuelo se convertirá en certeza y en condena. Por eso persistimos, por estúpidos gozosos, porque por desgracia, la esperanza muere al último.
No me gusta la gente optimista porque es la misma gente que cree en los finales felices. Yo ni siquiera creo en el final, entonces, ¿cómo creer en el final feliz?
Me gustan las películas que no terminan en nada porque la vida no termina en nada. El final feliz del beso rosa pretende tocar la aspiración de muchos, y por consiguiente llenar la taquilla de un cine porque la sociedad de consumo está llena de románticos que no saben (sabemos) en donde más gastar el dinerito, ni calentar la esperanza de que algo bueno nos va a pasar en un ratito, en un año, en cinco, la próxima década... cuando seamos grandes.
Entonces, si pasa en la pantalla, ¿verdad que nos puede pasar a nosotros amorcito corazón? Ni madre, no pasa. La vida no es una película, no hay finales, con todo y que la gente tenga de moda eso de cerrar círculos.
Y me vuelvo a contradecir porque no puedo negar que también me gustan los finales felices, ¡oh!, ¿sí o no?, pero me cae mal que éstos duran tan, pero tan poco porque el final feliz de la película supone el reencuentro con nuestra vida difícil. Las buenas películas son tan crueles cuando las comparamos con nuestras limitadas personalidades. (Pero los límites de los personajes son los que nos identifica con ellos, ¿verdad?).
Uno quisiera llevarse entonces la película buena a su casa, enseñarla a hablar español y a comer con cubiertos, presentársela a los amigos como si fuera un familiar lejano, y con el tiempo lograr la confianza del reparto y del director para que nos inviten a vivir en la película misma; no importa, ahí me duermo en el catre, ¿que me aburro?, ¡nombre!, para nada, aunque me sepa el guión de ida y vuelta, y ya sepa qué decir y qué hacer.
¿Me gustan o no los finales felices? Ya ni sé. ¿Me caen bien los optimistas? No, esos sí que no.
El final es apenas cinematográfico, novelesco, eyaculatorio. Por otro lado, si según yo el final no existe y que las cosas solo cambian entre las líneas del tiempo, supongo también que todo se trata de un continuo desprendimiento. Nos desprendemos constantemente de modelos y patrones establecidos o vividos hasta que éstos se vuelven a poner de moda, y entonces el chavito se viste igual que su papá y la chavita le anda volando los vestidos color pastel a su madre. Esos desprendimientos viejos junto con los nuevos agarres es lo que la gente llama(mos) final.
Desprendernos duele y/o alivia, como sucede también cuando queremos volver a encajarnos. Me queda claro que en este intercambio de gozo, de placer, de dolor, de tropezar de nuevo y con la misma piedra, de desprendimientos y nuevos agarres, en medio de esta polvareda, se levanta el siguiente consuelo: Vivimos entre ángeles que a veces nos soplan al oído. (Este texto pretendió tener un final feliz y angelical patrocinado por Wim Wenders pero la verdad no supe cómo cerrar la idea...¿Para los flojos es más fácil no creer en los finales porque así nadie nos obliga a aterrizar nada?).
DE ALLÁ.-
Hay optimismos de evasión y optimismos de no nos queda de otra. Aun los amargados y los mártires nos cansamos de sufrir o nos toca un periodo realmente sin sombra y, ni modo, a disfrutarlo porque además adelante vendrán más periodos de oscuridad y hay que mantener el ánimo. Y eso son periodos agradables, brillantes, tranquilos.
No hay final, aun esta "reflexión" será continuada en otro espacio o en el mismo y ese consuelo se convertirá en certeza y en condena. Por eso persistimos, por estúpidos gozosos, porque por desgracia, la esperanza muere al último.
5 comentarios:
como que cantinfleaste un poquito Queño, pero pues tienes buen "rodeo" ni principio ni final. El falso Optimismo es como la falsa humildad. Como querer quedar bien.
Yo sí soy optimista... pero no al grado de creer en los finales felices, ni ahorita ni en mis años de universidad. No creo en el cuento de "contigo pan y cebolla", tal vez de adolescentes créemos eso pero luego ya ves que no se puede, que luego vienen las exigencias y para qué?...o me estaré volviendo una amargada treintona? mejor no lo averiguo.
Saludos!!
Lo maravilloso es eso, que no hay finales.
Lo que a unos les parece el final puede ser el principio para otros, no? Todo es cíclico y la pelicula no termina, solo cambian los personajes.
Saludos
creo que una cosa es ser optimista y otra es ser positivo....el optimista siempre espera lo mejor y el positivo aprende de las vivencias ya sean agradables o no....yo trato de ser positiva y si me considero optimista...saludos E!!
Publicar un comentario