Mateo nació con los ojos azules; un azul similar al del agua que burbujea en las pozas de Cuatrociénegas, Coahuila, pero con el tiempo le cambiaron a un verde tipo gargajito de ángel. La verdad, nunca pensé tener un bebé con los ojos "de color" (así le dicen algunos mexa's a los ojos azules o verdes como si el café no fuera un color).
Los primeros meses de mi paternidad circulaba en el aire una madreada recurrente entre mis amigos acerca de la posibilidad de que ese niño tan hermoso no fuera de mi morena autoría, pero esa burla-en-buen-plan nunca sacó comezón ni en mí ni en mi fábrica de semen.
Los estudiantes del colegio en donde me tupieron de dogmas éramos en su mayoría cafeseses. Allí no había prietitos en el arroz, pero sí frijoles albinos. Al único rubio de mi generación le decíamos, de hecho, "El Güero", y tenía una personalidad entre mamila y caprichosa; era un pesadito garbanzo de a libra. Será por eso que en mi infancia relacioné al pelo amarillo y a los ojos azules con gente exclusiva y mamonsona.
Cuando Mateo abrió por primera vez los ojos aquélla madrugada de noviembre noté que tenía la mirada azul y entendí que en su revoltura genética había información de la Maga, de Yuyo (mi papá) o de Pane (mi abuelo materno), pues todos ellos tienen los ojos "de color". Y así, mientras me iba acostumbrando a que los otros me dijeran que Mateo no se parecía a mí, el tiempo silenciosamente iba preparando una evidencia enorme, tan infalible como cualquier prueba de ADN.
El martes pasado la Maga me mostró una foto que le tomó a Mateo durante su siesta. En ella, el pedazo de caos aparece boca arriba, cruzado en la cama, con las piernas rectas como si se estuviera echando un clavado de soldadito y con los labios apretados como si el control remoto de Dios los hubiera puesto en pausa aventando un beso.
Un detalle de la foto es concluyente: la mano derecha del jovencito de dos años y nueve meses está metida en su trusita. ¡Sí, sí, sí!, los lectores frecuentes de este blog sabrán que desde siempre acostumbro dormir con una mano metida en el canelo, a veces ahorcando al ganso y otras nomás reposando en él, pero siempre con media mano gozando de la combustión testicular.
Sus ojos y mis ojos son totalmente diferentes, ¡vale madre!, ¿pero qué tal el ritual idéntico que tenemos para arrullarnos?
No hay duda. Yo soy el papá de Mateo, y ahí no termina la cosa.
Hello world!
Hace 1 mes