El cielo está oscuro. El mar apenas se ve. Un flacucho, -que pudiera ser cualquiera de tus primos-, viene caminando por la playa. Está vestido con un impermeable empapado. Canta y da pasos en cámara lenta; te ve y luego se voltea hacia "lo que viene siendo" el horizonte. Es Chris Martin.A veces juega a que se tropieza y a veces se limpia gotas de agua que cuelgan de su barbilla.La canción avanza mientras la escena se aclara. Cuatro minutos y medio después, amanece.La primera vez que escuché y vi el video de
Yellow quedé atrapado por el "riff" inicial de la guitarra de
Jonny Buckland. La canción fue pretexto suficiente para que yo comprara -¡
hace 10 años!-
Parachutes, un disco, que, como todos los de
Coldplay, se oye sin necesidad de colocarse un discriminador en el
tímpano. Los discos de Coldplay se disfrutan sin
baches, sin canciones que sobran, sin pedacería, sin
adelantarle a nada.
Lo que más me gustó de
Parachutes es que no tiene otra canción como
Yellow más que
Yellow. Es decir,
no es un material que
copia en 10 canciones la formulita del
single.
Me gusta tanto
Coldplay que corro el riesgo de apasionarme y decir que es el grupo de la
década. Al menos el más
consistente. Desde que compré los boletos de su
concierto los coloqué en una esquina de mi
cajonera para
visitarlos todas las mañanas, checar su
pulso, que estuvieran
cómodos, como si yo fuera una
solterona y ellos fueran mi par de
san antonios volteados de
cabeza.
Mientras se acercaba el día del concierto fui
polarizando mi fanatismo, dividí a la gente entre los que
iban a ir y los que
no,
compré un
ajuar entero para sudar la ocasión, pedí el día en la
oficina para evitar que un viaje de trabajo se
empalmara con la fecha marcada,
youtubié todos los videos de la banda,
imprimí unas letras para repasarlas y evitar el
"duyuhavapet in the making freeway, mirror" que canto cuando no me sé la letra. La neta, me
obsesioné (más).
No miraba más allá del
11 de marzo. Era "
la" fecha.
Tenía todo: boletos, ganas sobradas,
expectativas, emoción, día libre, salud, engente, plan de transportación,
niñera para Mateo, billullos para
cervezas. Tenía todo menos un
link personal que me
conectara con la banda, con mis
ídolos. Es decir, nada mío les interesaba a ellos. Nada mío les
servía. Si acaso sería yo otra
garganta más en el estadio. Un
aplauso más entre otros 40 mil. Un brinco del
montón. Un celular extra para hacer la
ola. Otra
medalla en el baño.
Pero entonces
sucedió. De pronto, mi vida y la del grupo coincidieron en una
puntita (nada más la puntita, ora sí aplica). Dos días antes del concierto recibí un mail de mi amiga
Gaby-que-es-esposa-de-mi-amigo
-Jam-quien-trabaja-en-la-empresa-que-trajo-a-
Coldplay-a-México. Ése fue un mail especial, porque
Gaby me preguntaba si acaso
Mateo podía prestarle uno de sus carseats a
Jonny Buckland (¡el guitarrista de la banda!) para que éste pudiera transportar a su hijita
Violet mientras estaban en
Monterrey.
(
Apunte sólo para los solteros: los carseats son esos asientitos que son un pedo amarrar al carro con el cinturón de seguridad pero que sirven para sentar ahí al niño y así no se mueva o quiebre como Humpty Dumpty en las curvas, cerrones, frenadas y arranques).
Enseguida me
oriné del gusto. No me hubieran podido pedir un
favor más fácil de cumplir. Esa misma noche dejé el
carseat en casa de Gaby y Jam como si estuviera
acatando una ley divina, como si estuviera
obedeciendo a un orden
dadivoso que me había dado la oportunidad de serle útil a un grupo que
admiro tanto. ¿Cuantas veces podría hacerle otro favor a
Coldplay?
Dejé el
carseat y me fui a mi casa manejando con cara de
menso feliz. Mi condición de
papá-cuervo rebasó lo verosímil y le abrí la puerta entera a las
alucinaciones. Imaginé que en unos 20 años
Mateo y
Violet van a conocerse en el campus de una universidad, o en una
playa, o en un pub irlandés. Imaginé también que nomás se vean se tirarán los perros hasta
morderse, se enamorarán y tendrán
Mateítos color
Violeta. Cuando decidan invitar a sus papás y suegros a su
loft en una ciudad aún por definir, yo, el
héroe de esta historia le diré a
Jonny Buckland:
-¡Ése mi pinche Jonny!, ¿qué pedo o qué?, tú no me conoces pero yo fui el que te prestó el carseat para Violet cuando fueron a tocar a Monterrey en el 2010-. Me imagino diciendo esto y a todos los presentes levantando sus copas,
brindando y luego me cargarán en
hombros y me dejarán cantar
Strawberry Swing a
capela.
Los
griegos le llamaban a esto último que acabo de escribir una
puñetilla mental. Pero bueno, ahí quedó la anécdota.
Mateo, sin querer, me facilitó ese vínculo personal con
Colplay que hizo que yo disfrutara aún más su
concierto.