Mateo está aprendiendo a andar en bicicleta sin las rueditas de soporte traseras.
Lo mejor no es que él aprenda sino que yo le pueda enseñar. Qué gran oportunidad es la de enseñarle a los hijos lo que sea. La atención que te ponen y la confianza que te depositan es una moneda que sólo se cobra en el corazón y en las vísceras bofeadas de ir atrás de ellos motivándolos, echándoles porras, aplaudiéndoles.
Le digo a Mateo que la regla básica para montar una bici es no tener miedo y que si se cae es porque tiene miedo a caerse. Se lo digo a él, pero me lo aplico a mí. ¿Cuantas veces me caí por el purito miedo a caerme?
-No importa lo que pase, hijito, no dejes de pedalear. Bueno, pero si ves un carro, frenas y te orillas (a la orilla).
Y ahí va mi tribilín rubio idéntico a su padre, a bordo de dos llantas que parecen ebrias patas de bambi, tambaléandose como rodando en medio del temblor.
Un madrazo, dos; uno más. Las lágrimas se hacen surcos negros de tierra en las mejillas. Veo el pavor en su cara. -Pero no Mateo, súbete, órale, ¡vámonos! Y me hago el corazón de piedra sabiendo que lo tengo de gelatina.
Mi hijo logra hacer cuatro vueltas a la manzana solito hasta que se arrima otro leñazo en la calle. Pero esta vez no llora, poco a poco va aceptando que las caídas son una parte preferentemente evitable de toda aventura que valga la pena.
-Te felicito Mateo, ¡lo hiciste muy bien!
- Sí papá, pero fue gracias a tus consejos.
¡Eso me dijo!
Hello world!
Hace 1 mes