viernes, 30 de abril de 2010

The Road

Pocos placeres se comparan a ése que sentimos cuando hacemos bien las cosas. La satisfacción del deber cumplido es un generador de felicidad, de paz, pero sobre todo de reconcilio entre nuestra naturaleza animal y nuestra inteligencia creativa.

Nos sentimos chingones cuando llevamos a buena conclusión una tarea. Cerrar un negocio, ganar 10 nuevos clientes, escribir un artículo redondo, escoger un regalo matón para tu mujer o dejar la pasta al dente son deberes cumplidos que nos acomodan la escurrida existencia.

Los hijos nos hacen felices de muchas formas, pero también nos apañan la tranquilidad precisamente porque los hijos son deberes inconclusos que duran para siempre. Los hijos son deberes incumplidos. Mi papá me ha dicho que hasta que él se muera dejará de preocuparse por mí, y le creo.

Podemos estar satisfechos con nuestro desempeño como papás, pero ese gozo dura hasta las 10 de la noche. Es como una fogata que se extingue en la madrugada. Mañana, el cronómetro empieza de cero. ¿Quién puede decir que ha cumplido como papá o como mamá? Sí, hoy sí, pero, ¿mañana?

En un mundo agonizante habitado por caníbales dementes, la película The Road nos muestra la historia de un papá (Viggo Mortensen) que logra sobrevivir en el final del mundo porque está enfocado en resolver un deber interminable: Cuidar a su hijo en el apocalipsis cinematográfico mejor retratado que yo haya visto.

"I will kill anyone who touches you. Because that's my job",
dice el padre al hijo tras sufrir un atentado.

No hay comida ni agua potable. Los árboles se caen como contagiados de lepra, la tierra se abre, el sol no se asoma. Dios no existe. Los grupos armados violan a los niños y luego se los comen. La bondad se manifiesta apenas en el vuelo de un escarabajo y en las burbujas de un refresco enlatado que por suerte encuentran en el camino.

En esa zozobra aplastante, qué tentador sería para el personaje principal recurrir al suicidio; un balazo apuntando a la garganta y ya. Pero no, este hombre sabe que sólo cuidando a su hijo logrará sobrevivir entre el paisaje enajenado. El fuerte protege al débil, pero es la existencia del débil la que da resistencia al fuerte.

¿Cuantas veces vemos las noticias y pensamos que podrían matarnos a nosotros, ok, no importa, pero jamás a nuestros hijos?

No es poesía. Los hijos nos salvan de la locura aunque nos trastornen en horario corrido. Nos quitan esa tranquilidad cómoda, pero a cambio nos regalan el fuego interior, el corage que necesitamos para encarnarnos en rambos sobrevivientes todos los días.

Este Día del Niño, yo te recomiendo ver The Road. Es una sugerencia de papá a papá.

VIERNES MUSICAL.-
Para seguir con el tono gris de la película arriba mencionada, dejo cocinando para ustedes esta rolita de David Gray. Buen fin de semana.


jueves, 29 de abril de 2010

Chiquitibum bombita

Mi papá usaba trajes de baño como los que usaba Andrés García, como speedo pero en versión short. Recuerdo verlo a unos cinco metros de la orilla de la alberca manoteando para ordenarme que ya me tirara al agua. -No le saques, no le saques-, me decía.

Sobrado de temor y al puro chilazo yo improvisaba un clavado de panza que me provocaba un dolor eléctrico que iba del esternón hasta los huevos. Lo más fregón de los clavados era experimentar ese violento cambio de superficies, del aire al agua, y notar que el ruido exterior se distorsionaba hasta la sordera en el fondo.

Y ahí iba yo aleteando como gaviota empantanada de chapopote, con los ojos abiertos, con ansia de encontrarme a salvo en los brazos de mi papá, pero no lo podía alcanzar porque mientras yo avanzaba él se iba haciendo para atrás para obligarme a nadar más y mejor.

Cuando finalmente lograba abrazarlo, mi papá me levantaba con tosquedad amorosa. -Ya ves, ya ves, ¡sí puedes!, ¡órale otra vez!- me hablaba gritando. Entonces me empujaba hasta la orilla, donde yo tomaba las escaleras y mientras subía por ellas mis piernas se hacían dos regaderas, dos escurrideros. Me gustaba eso, salir y chorrear.

Otra vez me paraba en el sitio de hace tres minutos, veía a mi papá a cinco metros con el pelo explotado en gotas y volvía a tirarme al agua para encontrarme con la sordera del fondo; nadando hacia mi jefe.

Rolita, por favor.

miércoles, 14 de abril de 2010

Pantalón disparejo

Con el microscopio enfocado en mis obsesiones declaro que me molesta que la parte baja del jean se meta en el talón del zapato. No me gusta andar caminando por ahí con una "manga" del pantalón mordida por el calzado.

Igualmente me pone de mal humor ver a alguien con una parte del cuello de la camisa para arriba y otra para abajo. O en el cine ver a una persona adelante con la etiqueta del saco por afuera de su nuca volando como banderita blanca de la paz sin podérsela acomodar para adentro. O la señora que te habla muy entusiasta en una boda con un pelo metido en la boca como si éste fuera un finísmo puente colgante que se tambalea desde su patilla hasta sus labios. O ver a esa misma señora con el lipstick encrayolado en sus dientes sin poder señalarle que se los talle con la lengua.

Me obsesionan, me enojan, me dan ansia, me desesperan estos desarreglos en la forma, sin ser yo, ni de lejos, un perfeccionista. Esta armonía rota me cae mal, pero ubicada en mi hijo me causa una profunda ternura. Me desarma. Me presenta la cara bonita de la imperfección que es prima hermana de la inocencia. Me lleva al paraíso en donde esa pendejada desgastante de querer tener todo bajo control no importa.

Hoy en la mañana dejé a Mateo en el kinder. El niño iba lleno de gallos capilares, con la cara de sueñus interruptus, con la leche del titi escurrida en los vértices de su boca, con una flojera cósmica y abrazado a su Mickey Mouse tamaño caguama. Iba de mal humor, poco platicador, poseído por los postes de luz que vienen y vienen y vienen.

Cuando llegamos a nuestro destino, el movimiento que hizo una de sus maestras para sacarlo del carro logró que su pierna izquierda se arrastrara por el asiento y provocó que el pantalón se le enrollara hasta la rodilla.

Así se bajó el crío, con el pantalón disparejo pero sin darse cuenta ni darle importancia a ello; Mateo estaba más ocupado en tragarse la resignación de empezar otro día que en componer su wardrobe malfunction. Yo lo vi alejarse por la ventana del carro con los pasos desnivelados. Uno de sus chamorritos iba tapado y el otro, a pelo. Parecía un pirata bajito exhibiendo su pata de palo.

No pude más que sentir todo mi cariño por él.