miércoles, 27 de enero de 2010

Paredes

Creo que hace quince años conocí al papá del actor Eduardo Yáñez, vigilante de profesión y aficionado a la cerveza tibia regalada.

En la entraña del ocio de una madrugada de los noventas, Peduardo y yo decidimos visitar los terrenos adyacentes a nuestra universidad para terminarnos ahí las CartaBlancas quitapón que nos habían sobrado de una fiesta. Íbamos más aburridos que borrachos. A los dos nos motivaba observar nuestra "Máxima Casa de Estudios" acurrucada por el telón estelar de otro Monterrey, uno más tranquilo, más peatonal.

Sepan ustedes que la UdeM en esos años estaba clavada en la última frontera de la civilización y por ello se nos hizo fácil irnos a tomar en sus alrededores, a escondidas, sin el temor de ser sorprendidos por una granadera.

Llegamos pues hasta la malla perimetral del estacionamiento de la universidad a bordo del Vocho de Peduardo, vehículo ampliamente conocido por albergar en su interior el aliento de un tiburón con periodoncia. Nos estacionamos y en el centro del silencio apagamos el compacto azul para abrir nuestra siguiente cerveza y encender otro cigarro (estuve tentado a escribir "cigarrillo" para darle a este post charchino un estatus de tango).

Y ahí estábamos, dos pendejotes tomando alcohol en las afueras del lugar en donde las colegiaturas pretendían convertirnos en personas decentes; dos individuos sinquehacer embriagándose a las horas del murciélago de un sábado ya domingo. No me acuerdo de qué hablábamos, pero sé muy bien que nuestra estancia fue interrumpida por el halo de luz de una linterna que apuntó primero a la cara de Peduardo (por tener éste la pinta más sospechosa) y luego a la mía.

La linterna venía amarrada al brazo de un celador de la universidad que nos preguntó qué fregados estábamos haciendo allí. Era un guardia como muchos, ancho de vientre, con el pantalón del uniforme atrincherado en las ingles, moreno, ni alto ni bajo, calvo pero con gorra, con la macana por delante, pero fajada sin prepotencia. Inmediatamente nos identificamos como estudiantes de la UdeM y le explicamos que nuestra visita era lo mismo ilegal que pacífica. El vigilante nos advirtió que no debíamos estar tomando en esa zona y que podríamos ser castigados si él levantaba un reporte.

Antes de aceptar la renuncia de nuestra aventura nada extrema y retirarnos del lugar, Peduardo ofreció una cerveza a nuestro velador estrella. El hombre se tardó más en apagar la linterna que en aceptar la oferta y destapó su primera quitapón ahorcándola con el índice y el pulgar. Se la echó de inmediato y por lo mismo le pasamos luego luego otra botella por entre los rombos de la malla. Las CartaBlancas estaban entre tibias y azorrilladas, pero a él ese detalle le vino guango.

Durante el chupe conocimos parte de su vida. Nuestro nuevo amigo se apellidaba Paredes (no recuerdo su nombre) y como casi todos los mexicanos había trabajado para muchos jefes, de mecánico, mesero, jornalero, correveydile, mojado, cocinero y, ahora, de vigilante en el estacionamiento de una universidad privada. El tipo se tomaba las cervezas de tres tragos como máximo mientras eructaba el gas por los ojos convertidos en dos ollas de vapor.

De los oficios pasamos al tema de las familias y entonces a Paredes se le vino la nostalgia encima cuando nos confesó que tenía varios hijos, uno de ellos muy famoso, que era actor y que se llamaba Eduardo Yáñez. Como Peduardo no tiene la erudición telenovelera tan amplia como yo, tuve que explicarle de quién estábamos hablando. Se nos hizo chistoso que Paredes fuera el papá de Yáñez, pero la verdad recibimos el vínculo sanguíneo como una tomadura de pelo por parte de alguien que se estaba terminando nuestras cervezas. Además, nos hubiera podido decir que él era el papá de Sebastián Ligarde, de Sergio Goiri, de Zurita o de Peniche, eso no importaba mientras nos permitiera seguir tomando allí.

Paredes explicó la razones (que no recuerdo) por las cuales había dejado a sus hijos bajo el amparo de un padrastro. Creo, pero no aseguro, que su esposa fue quien lo abandonó por otro hombre. En todo caso, su historia era el boceto de un guión para Mujer Casos de la Vida Real.

El radio de Paredes sonó desde el costado de su barriga rompiendo nuestra conversación. Al parecer, un compañero le preguntaba en clave cuál era la situación y quiénes éramos nosotros. Entonces Paredes nos advirtió que ahora sí teníamos que retirarnos pues temía que su "superior" se enterara de aquella pedita improvisada.

Peduardo y yo nos despedimos pero antes, lo juro, le dejamos unas cuantas cervezas más para que se las echara el resto de la noche. Las semanas que siguieron a esta anécdota vimos a Paredes de lejos mientras hacía su trabajo en el estacionamiento pero ya nunca nos acercamos a él ni lo fuimos a visitar.
........

Hace unos meses me encontraba cenando en una taquería cerca de mi casa. Eran como las dos de la mañana y estábamos solos el taquero y yo. Había también una tele empotrada en la pared que trasmitía a todo volumen un programa gritón de espectáculos. En uno de los bloques apareció en pantalla la carota de Eduardo Yáñez mientras una voz en off citaba pasajes de su biografía. Según esa voz, uno de los detalles que todavía perturban al actor es el hecho de que jamás conoció a su padre.

En ese momento dejé de masticar.

jueves, 21 de enero de 2010

Maldiciones

-¿Está bueno el puré de papa?- me preguntó Yuyo la noche de Año Nuevo.
-Está a toda madre- respondí.

Mi papá soltó una carcajada de a segundo y azotó sin dolo su mano contra la parte posterior de mi hombro para festejar mi contestación. "A toda madre" no es ya ni siquiera una maldición o una "mala palabra". A nadie le escandaliza que alguien suelte un "a toda madre", lo mismo que hace muchos años perdió vuelo y prohibición el "Güey".

De vez en cuando maldecir frente a tu papá tiene un efecto liberador. Uno sabe que ha crecido cuando puede destapar una cerveza frente al progenitor y soltar un abultado "¡Chingadamadre!" luego de presenciar un penalty errado. Pero a mí no me gusta abrir hasta el abuso ese paréntesis lingüístico, pues desde siempre he visto como sospechosa la costumbre que tienen algunos papás de hablar de a puro "Pendejo" y "Cabrón" frente a sus hijos y viceversa. No es que me asuste, pero hablar así todo el tiempo me parece rechafo (o rechafas, según quieran).

Éste es el párrafo del post en donde me convierto en la Chimoltrufia, pues así como digo una cosa digo otra, por que,, tengo que aceptar que no pocas veces se me han salido malas palabras frente a Mateo, quien con mucho gusto repite mis majaderías frente a la vecina o frente al que cobra en Cablevisión. Por ejemplo, hace varios meses se me salió un "Chingada" y es fecha que el pedazo de big bang saca la palabrita en cualquier ocasión. Lo peor es que lo hace con asombrosa entonación dividiendo la palabra en sílabas acentuadas: "¡Chín-gá-da!".

El tema de decir maldiciones y groserías frente a los papás me hizo recordar una anécdota sucedida en la década de los 80. Tendría yo unos ocho o nueve años y me encontraba sin nada que hacer sentado en la banqueta frente a mi casa junto a Javier el de Menudo y Pedro el Pipo. No recuerdo de quién fue la idea, pero decidimos que ya era tiempo de grabar en un caset todas las maldiciones que conocíamos. Yo fui el encargado de conseguir la materia prima para tan emocionante tarea, o sea, una grabadora y una cinta.

Una vez que oprimimos el PlayRec, comenzamos a gargajear palabras prohibidas:

"Puto"
"Pendejo"
"Cabrón"
"Huevos"
"Culo"

Llegó un momento en que los tres amigos nos paramos frente a la grabadora y no tuvimos más nada que decir. Descubrimos que no había pasión detrás de esas "malas palabras", y por lo mismo grabarlas era muy aburrido. Entonces, Pedro el Pipo tuvo otra genial idea: Fingir que nos agarrábamos a madrazos para imprimirle ira a la grosería. Y así lo hicimos:

"¡Chinga tu Cola, Puñetas!"
"¡Pendejo, Mamón, Puta-Verga-Madre!"
"¡Me cojo a tu hermana y a tu mamá le chupo las Tetas a las seis de la tarde en el circo Atayde!"
...etc...

La verdad, la grabación nos quedó muy mona. Tantas veces la escuchamos y tanto nos reímos que no se hizo tarde para que mi mamá saliera a averiguar a qué venía tanta risa. Déjenme les resumo lo que pasó cuando se apareció Irene: Javier el de Menudo y Pedro el Pipo corrieron a sus casas mientras que a mí me atacaba en la cara un enjambre de vergüenza al tiempo que sostenía en las manos una grabadora Sanyo malhablada.

Esa noche, Yuyo reprodujo frente a mí toda la verdulera grabación. Fue el castigo perfecto, porque la pérdida de la inocencia lo mismo duele al hijo que al padre. Las palabras que me parecían tan divertidas junto a mis amigos era tan denigrantes frente a mi papá. Lo peor de todo es que mi mamá entró a la habitación para preguntarnos qué queríamos de cenar justo en el momento en donde yo exclamaba en el caset: "¡Panocha, panochón!".

Antes de irnos a cenar, Yuyo me recetó un contundente discurso acerca del respeto, puso en claro que con mis amigos yo podía hablar como quisiera, pero que en la casa tuviera cuidado porque ni él ni mi mamá hablaban así (de pinche).

Pasamos ese trago amargo y -como siempre sucedía en casa- jamás volvimos a hablar al respecto.

lunes, 18 de enero de 2010

El brinco

La idea era tomar una foto tranquila de Yuyo e Irene con sus nietos...











...pero Mateo quiso hacer su desmadre.

jueves, 14 de enero de 2010

Cita citable

"Y cuando vino el telememoto, se movió la tie'a, y se caye'on casas y aplasta'on niños".-
Mateo alias Pedazo de Caos, explicando a sus padres la razón por la que deben llevar agua embotellada y comida enlatada al kinder para la gente de Haití.

martes, 12 de enero de 2010

Por un martes feliz, feliz

Gracias so much, Armani.

miércoles, 6 de enero de 2010

Away we go

A todo papá treintón le llega la hora de responder la pregunta del millón: ¿La ciudad en donde vivo es la que quiero para que crezcan mis hijos?

Suponemos, con razón o no, que el sitio en donde más o menos hemos logrado "ser alguien" puede no ser el lugar ideal para que nuestro(s) hijo(s) se desarrolle(n) plenamente y entonces alucinamos con migrar al shangrilá más cercano que nos ofrezca características favorables según nuestro criterio: un pedazo de tierra más verde, una ciudad más segura o más desarrollada o con mejores colegios, un pueblito cerca del mar, un suburbio open mind, loquesea.

De esa angustia paternal por encontrar el nido perfecto para criar a los hijos trata la película Away We Go, dirigida por Sam Mendes.

A mí me gustó, me entretuvo y me dejó pensando porque:

1. Cuenta la historia de Burt y Verona, una pareja de novios sin planes de boda. Él trabaja vendiendo seguros por teléfono y ella es ilustradora, viven en un sitio apartado de la civilización rodeados de frío y de árboles altos, una de las ventanas de su casa tiene como protección un pedazo de cartón y no es raro que se les vaya la luz. En tres meses nace su primogénito y ambos coinciden que es mejor mudarse de allí antes del parto. Para ello, viajan a diferentes partes de Estados Unidos visitando amigos y familiares con la secreta intencion de encontrar la ciudad perfecta para criar y educar a su hijo.

Es cierto, muchos de los personajes que vemos en pantalla están apestados de cliché, pero los encuentros que tienen los protagonistas con esos personajes secundarios tan diversos es muy refrescante y, lo mejor, es que todo concluye en la maravillosa convicción de que nadie tiene la vida perfecta que aspira, presume o aparenta tener.

2. Los actores principales tienen comprobado éxito en la comedia de televisión gringa, pero funcionan muy bien en este drama cómico. Como Burt está el actor John Krasinski (The Office) y Verona es Maya Rudolph (Saturday Night Live).

3. Es una road movie en donde lo importante no son las aventuras que tienen los protagonistas sino lo que ellos aprenden de mismos gracias al encuentro con el exterior y con los otros. Se parece un poco a Into The Wild, Broken Flowers y Stanno Tutti Bene; tres de mis favoritas.

4. A diferencia de otras películas de Sam Mendes, como American Beauty y Revolutionary Road, en las cuales una pareja disfuncional detona el conflicto de la historia, en este caso es la buena comunicación que hay entre una pareja sencilla lo que sostiene a la historia. Por cierto, el guión está escrito por una pareja de esposos, Dave Eggers y Vendela Vida.

5. La actriz Melanie Lynskey (mi consentida "Rose" de Two and a Half Men) tiene una breve participación. Su papel nos ofrece una emotiva reflexión acerca del dolor que sufren las mujeres que no pueden tener bebés, mientras disfrutamos de un striptease simulado. Rara, pero estimulante mezcla.

6. El soundtrack está con madre.

7. Mi escena favorita es aquella en donde Burt y Verona (ella no se quiere casarse nunca) hacen sus votos acostados en un brincolín durante la noche.

Mi única queja es que el final es un poco triunfalista, sobre todo porque el director decide subirle mucho a la música en el desenlace, cuando la emoción está muy fuerte y los personajes han tomado una decisión importante. Me hubiera gustado un final en silencio donde las actuaciones y el paisaje hablen por sí solos. Subirle tanto a la música equivale a decir: "Y vivieron felices para siempre". No mames.

En conclusión, yo recomiendo Away We Go a las mujeres que están embarazadas (en especial a Yolita, Pía y Kózmica); también a los hombres que tienen hijos pequeños y que no se explican aún cómo llegaron hasta ahí, pero sobre todo a las parejas que confían todavía en la efectividad del paradigma de jodidos, pero felices.

Los dejo con una rolita que sale en la movie.

lunes, 4 de enero de 2010

Lección de Plaza Sésamo: Adentro, afuera, adentro, afuera...

Me dejo engordar, pruebo toda clase de comida grasosa, revuelvo el puré de papa con el arroz y con el bolillo, me sirvo platos que son corchos para el colon; apenas termino el desayuno y ya fantaseo con la cena, siempre cabe otra botana, un taco extra. Luego, cuando cojo la toalla para secarme se me forma una entrepierna convexa que rodea el ombligo y noto que es hora de cortarle a la ingesta. Entonces me dejo adelgazar y regreso al hábito de masticar, equilibro los alimentos, aprendo de zona y de asteriscos, le hallo el lado al brócoli y sabor al chícharo, pujo para ver el espejismo de mis abdominales, agarro el pellejo sobrante y le tarareo las golondrinas. No pasa mucho tiempo para que me digan qué flaco.

Me dejo la barba, mido cada semana el pelo facial, me voy convirtiendo en hombre lobo o en talibán, apachurro el bigote de un lado a otro, lo pruebo y me sabe salado o a Activia de ciruela, me voy desconociendo, la gente me ve y apuesta que escondo una depresión. Luego, cuando me topo con el retrovisor, encuentro mi perfil bastante extendido y comienzo a cansarme de la perilla. Una noche voy por la rasuradora eléctrica y me entretengo rebajando lo espeso del pelambre hasta que poco a poco se asoma mi cara, me voy reconociendo. Termino como coreano lampiño, me paso la mano una y otra vez en la piel recién erosionada, sonrío y se me ven los dientes completos, me siento desnudo.

Dejo la tarjeta de crédito en ceros, pago todas mi deudas con el aguinaldo, durante unos días no le debo a nadie y camino sin enlodarme por el pantano del consumismo, me repito que estoy bien y que pocas cosas son las que necesito, duermo tranquilo, nadie me llama para cobrarme, me felicito. Luego, llega una tragedia, pasa un accidente, quiero unos lentes nuevos, se me antoja un buen pedazo de carne, se juntan los recibos o llega la factura de don Gas y doña Luz. Entonces comienzo a firmar a placer, con la confianza efímera de tener una tarjeta virgen dispuesta a ser mancillada, que pare eso son, ¿o no?. Me convenzo de que ahora si haré un uso inteligente de ella, pero en tres meses llego al tope del crédito y estoy sumergido hasta la manzana de Adán en deudas. El pago mínimo es una velita cumpleañera con truco, de esas que soplas y soplas pero no logras apagar. Para cubrir mi déficit me endeudo más pidiendo dinero prestado al banco que me lo da porque soy confiabilísimo.

Me dejo embriagar...