La acción elemental de ahora es conectarse a los aparatos. El teléfono, la compu, la pantalla, la red, la teleconferencia, la tabla, el ipod, nos solicitan y nos exigen conexión. Perder un cargador es el aturdimiento de moda. El agitador de la neurosis es la posibilidad de que allá a donde vamos no haya una buena conexión.
Qué difícil es conectar con el presente. Nos perdemos conciertos enteros porque preferimos grabarlos con la cámara del celular. ¿De qué sirve ver después esas imágenes mal enfocadas en una pantallita con un audio pésimo si renunciamos a ello mientras estaba en vivo ante nosotros? Delegamos nuestra memoria a youtube.
En la antigüedad grunchesca de hace 20 años era un mérito ir de vacaciones y no prender la tele para evitar contaminarse con "lo que pasa en el mundo". Ahora el reto en los días de descanso es desconectarse de internet y conectarse con quien estás de frente.
Por eso me propuse conectarme a Mateo durante mis vacaciones. Desafanar por cuatro días la enferma obsesión de mandar y recibir mensajitos. Olvidarme de google y de todos los puntos com. ¿Soy y existo a medida de que alguien me busca y busco a alguien?
Estar, verdaderamente estar con mi hijo, fue la mejor inversión de mi vida reciente. Entre el mar y la arena nos reconocimos pero no dimos pie a sentimentalismos ni a escenas de película aspiracional. Fuimos sólo un papá y un hijo en medio de un balneario con 24 horas para orquestar gustos opuestos.
Todos los días salimos de la alberca mucho después de que nuestros dedos envejecieran. Nos tostamos al sol con catsup en los labios. Vimos peces en la playa e hicimos peces con las manos para jugar a las cosquillas. Un mapache nos robó un nuget.
Mateo anduvo de puntitas, de deditos o de uñitas, dependiendo qué tan hondo estaba lo hondo. Me hizo trivias incontestables, por ejemplo: ¿quién es más fuerte, la mole de los cuatro fantásticos o hulk? Pidió fresadas y chocolatadas en la barra de la alberca en medio de bebedores que compartían un espacio lleno de orines con cloro.
Un artesano le hizo una pintura al gusto: dos tortugas y un delfín nadando en un arrecife azulado. Durmió tapado junto a su dinosaurio de peluche. Nadó hasta que los gogles se le marcaron en la cuenca de los ojos. Y lo mejor de todo: con un vaso del hotel pescó un pecesillo al que bautizó como Emilio; ahí se estuvo mi hijo más de una hora junto a un pequeño encalladero hasta que logró atrapar a su mascota, que luego regresó al mar. Vimos una anguila bebé y un cangrejo de kinder.
Uno de esos animadores costeños que visten uniformes fluorescentes y usan lentes de terminator lo invitó a jugar a los dardos y la verdad es que mi hijo desperdició su turno mandando tres de los cinco dardos muy lejos del objetivo, pero cuando dos dieron cerca del centro, Mateo dio unos brinquitos muy simpáticos que todavía no me puedo sacar del corazón.
Nadamos en un cenote helado y apestoso. Nos hartamos de nieve de chocolate. Nos brincamos algunas lavadas de dientes. Me enterró en la arena y me pidió que cerrara los ojos; una vez que los abrí, me di cuenta que había colocado dos montículos copa B en mi pecho. "Te puse bubis, papi", me dijo cagado de risa.
Su nintendo despegó y aterrizó apagado. Usé el celular sólo como reloj y para contestar mensajes de felicitación por mi cumpleaños. Nos conectamos, le ganamos unas millas a nuestra distancia obligatoria, y disfrutamos lo que tuvimos a la mano. Estamos bien.
Rolita, por favor.