Comer cereal es una de mis voluptuosidades favoritas. Rara vez me han quedado a deber kellogg's, nestlé, post, quaker, general mills, y cualquier otra marca que haya probado. Saludables o empalagosos, me gustan de todo tipo. Gran placer es el de tener algo que leer, -generalmente periódico-, junto a una caja de cereal (nueva) y un litro de leche helada. Lo que procede en estos casos es diseñar un croquis hacia la gula: echar las hojuelas, bañarlas de leche sin rebasarlas, tarasquearlas apenas húmedas, invertir cucharadas grandes con lujo de voracidad, masticar en círculos como una jirafa o como una llama, repetir el acto hasta dejar en el plato un charco pantanoso de leche con una que otra hojuela aguada sobreviviente, y entonces echar más cereal...
...pero si lo que falta es leche por culpa de un cálculo errado, entonces echar más leche, y así, rellenar de lo que haga falta; comer obedeciendo un espiral descendente de ausencias y abusos que desemboca en la hinchazón de mi panza (porque jamás se terminan la leche y el cereal al mismo tiempo, allí no hay final de fotografía, como tampoco es lo mismo saciar el hambre que hartar el antojo).
En una sentada puedo vaciar una caja, a veces mientras leo, a veces con la vista privada en un mosaico o en una ventana, a veces de sobremesa. Mi pasillo favorito en los súpers es el de los cereales (en segundo lugar está el de las revistas del corazón, tan hombre que soy; en tercero, las carnes frías). Mi placer culposo naco cuando viajo a otro país es catar un nuevo cereal. A cualquier hora del día lo hago bienvenido, puede ser después de la cena (de postre-cena como dice Mateo), o claro, en la mañana, o de merienda. Cuando era niño comía chococrispis en un plato que fácilmente podría confundirse con una bacinica u orinal. Beberme esa leche chocolatosa al final, con ambos codos empinados, es una de mis más disfrutables usanzas ever since.