Me bajé del avión a
menos ocho grados centígrados e inmediatamente entendí la
importancia de quienes fabrican guantes de
estambre. Nueva York estaba
congelada pero a cambio ofrecía un cielo
despejado a sol presente. En el colmo de mi
indecisa existencia me enfrenté a un clima
indefinido que te
calienta bajo la luz y te hace estatua de
hielo a la sombra.
Llegue así, a huevo
chiquito, a la ciudad de los
rascacielos, que la verdad dejaron de ser
impresionantes desde que ciudades asiáticas comenzaron a levantar
edificios más altos y
mejor diseñados. Sin embargo y mientras nos tira la
nostalgia, Nueva York con sus torres de ladrillo
rancio sigue siendo la ciudad a la que le declaramos nuestro
amor aún sin conocerla a fondo. (No
imagino el día que compremos calcomanías de
I Love Singapur).
Mi
viaje tenía la intención de rellenar las órdenes de los dos
editores que gobiernan mi tiempo. El jefe de la
oficina me encargó hacer la mejor
entrevista que un reportero pueda rescatar de las políticamente correctas
conferencias de prensa. Y es
complicado porque en esos ejercicios
periodísticos la fuente tira un bistec
crudo y los comunicadores tenemos que armar la orden de
tacos completa para que al lector se le antoje
tragarse nuestros renglones.
La otra tarea me la encargó
Mateo, -
mi jefe a domicilio-, y ésta era mucho más
extrema porque consistía en conseguir un
Max de peluche. Para quienes están poco familiarizados con la onda
Disney ilustro que
Max es el hijo de
Goofy (
Tribilín). Como
desdenantes yo estaba enterado que la firma de
Mickey Mouse no ha fabricado aún
Maxes de peluche supe que esa misión había nacido
marchita, pero aún así estaba inspirado en poder comprarle a mi
hijo aunque fuera una
peliculita con dicho personaje.
Es muy de mí
marearme en los
taxis pero no en los
aviones. Y también es muy mío llegar al cuarto de un
hotel y probar primero la comodidad el
baño antes que la comodidad de la
cama. Así lo quiso también mi
digestión en esta ocasión pues me senté en la
taza nomás llegué para decir adiós al desayuno del
Wings mientras le buscaba estrías a
Nicole Kidman en la nueva
GQ.
Ustedes recordarán aquél
inodoro que conocí en el aeropuerto de
Houston que se accionaba a la
mínima provocación y que por lo mismo fabricaba
alkaseltzers de popó cuando aún no tenías intenciones de
levantarte. Pues bien, el bañito art decó de
Nueva York también tenía su talento
sui generis, pero éste consistía en que una vez que
"le bajabas" la taza no dejaba de
tragar agua. Así las cosas, terminé de
hacer lo que ahí se hace, me
lavé las manos, saqué mi ropa de la maleta, revisé la
vista por la ventana, escanié el menú del
room service, me acosté en la cama... y el baño seguía
tragando agua y más agua, como si el que hubiera
surrado allí fuera un
cachalote.
Para el
sábado a mediodía había yo hecho las entrevistas y mandado la nota al
periódico pero me faltaba encontrar el
peluche aún sin fabricar con la figura de
Max. Por la ventana brillaba un sol
fantoche mientras en las orillas de las calles se apilaban
yukis de limón.
Me
forré con las pocas ganas y con las mismas
garras, mi escudo infalible tomó la forma de un par de calcetines de
alpaca peruana y un chaleco de pluma
avícola. Arriba, me coloqué mi gorrito
neozelandés y más abajo confié en mi pelo
empecho rebajado al nivel tres. Y ahí voy caminando rumbo a la
5ta Avenida cruz con la calle 55,
tosiendo para calentarme los pulmones, admirando la
compostura sin temblar que tienen las mujeres que usan minifalda a menos cero con botas de tacón y medias de
rombos.
Ahí iba,
extrañando al águila que devora la serpiente, al
calor de mi ciudad, notando que mis genitales se convertían en los de una
gimnasta rusa, moqueando
estalactitas, llorando niágara falls, pero sobre todo, pensando en
Mateo y en esa gran oportunidad de volver a ser su
héroe después de las
nalgadas de aquélla otra vez. La peor
amenaza para un padre con
culpa es la sumatoria de una
tarjeta de crédito con la melancolía de la
distancia.
Llegué al mero sitio en donde
Google y el conserje me indicaron estaría la
Disney Store pero no había más que
ni madre. -¡
Ah, chinga! ¿Y ora?- El
botones estilo
NBA de un hotel adyacente me indicó que la colorida tienda había
cerrado pero que estaban construyendo otra más
chingona en
Times Square, justo a lado de donde hasta hace poco estuvo la
gozable tienda
Virgin. La inauguración de la nueva súper tienda de
Mickey Mouse está programada para
otoño, pero
Mateo todavía no sabe de
estaciones y en el último de los casos le valen
maiz.
Gracias al
consejo de una linda señora con corazón de
911 terminé en el tendajo
peluchero por excelencia de todo
Manhattan llamado
F.A.O. Schwarz en donde sólo alcancé a comprar un
Pluto cabezudo, que la verdad, capturó la atención de mi
pedazo de caos por menos de 24 horas.
Mateo sigue queriendo un
Max. Y mientras lo busco una voz en el cielo me dice:
Frío, frío, frío...