El lunes pasado se cumplieron 12 años de aquél partido en donde
Martín Palermo falló tres penales en la
Copa América de Paraguay 99.
El primer tiro del argentino pegó en el travesaño, el segundo voló a las gradas y el tercero se estrelló en los guantes del portero colombiano
Miguel Calero.
Al final, Colombia le ganó 3-0 a Argentina y
Palermo recibió como premio de consolación entrar al Guinness con uno de los récords más bobos.
Además de millones de egos golpeados por esa derrota y el osote mundial que se aventó el atacante gaucho, esa tarde hubo otro sensible perdedor.
Antes de comenzar el partido,
Calero recibió una llamada desde
Medellín. Era su hijo, el primogénito, que le hablaba para solicitarle un regalo contradictorio: si
Palermo le anotaba gol tenía que pedirle la camiseta. Imagínense a
Calero durante 90 minutos defendiendo la portería sabiendo que si
Palermo le hacía un gol debía pedirle la playera número 10 como trofeo para su hijo. Tierna humillación a la que nos somete la paternidad.
Aquélla era una oportunidad única. Por primera vez un gol sería igual de provechoso tanto para el anotador como para el portero que lo recibe, es decir,
Palermo estaría contento por meter el balón y
Calero por darle un regalo muy especial a su hijo. Pero la chance fue desperdiciada tres veces con tres penales errados. Sin gol en contra no hubo playera a favor.
Yo nunca he tirado un penal, pero sí fallé goles claros en mi corta e incolora carrera de futbolista llanero. Cuando militaba en el
Deportivo Barbarita estuve a punto de hacer un gol de alabanza pero uno de mis compañeros se atravesó y lo paró con las nalgas.
Recuerdo muy bien la jugada.
Lalín alias "Trapo" y yo nos fuimos compartiendo el balón desde la media cancha y esquivamos adversarios hasta que burlamos al portero y lo sacamos del área chica. En el último pase que me regaló
Lalín pude colocarme frente a la portería vacía y entonces chuté el balón con unos huevos de búfalo pero de la nada, (sí, de la nada),
Gus alias "El Inombrable" (¡quien jugaba en mi equipo!) se atravesó y detuvo el disparo con el culo.
Iba a ser mi primer y único gol con el
Deportivo Barbarita, escuadra muy mermada por los achaques que sus integrantes padecían en sus earlys 30. Nuestra flotilla era una colección de dolencias: a
Lolo le salió un moretón del tamaño de Groenlandia en uno de los muslos durante un calentamiento; al
Chupón se le quebró el dedo chiquito del pie durante una descolgada por el sector izquierdo del campo; el
Iván alias "Inflán" alias "Blue" sufrió una fractura que lo inhabilitó desde la segunda mitad del torneo;
Marito se enfermó de rabia y estuvo a punto de agarrarse a chingazos con quien le quitara el balón (árbitro incluido). El resto del equipo se enfrentó a los estragos pulmonares generados gracias a una década de comprar cigarros.
Regreso a
Palermo. ¿Cómo criticar al rey frustrado de los penales?. Supongo que mientras más
de pechito están las probabilidades de anotar más se castiga a quien la caga. Ése es el espejismo de los penales; parecen tan fáciles que el éxito se da por hecho, es obligado, exigido y cantado. El temor de fallar se convierte en la presión gigante que -irónicamente- te hace fallar.
Regreso a
mí. Estoy acostumbrado a no tirar penales, a no intentar (ni) las oportunidades fáciles porque temo el linchamiento que vendría si no anoto en las más claras de gol. Una vez un culo impidió que me vistiera de gloria anotando al final de una jugada que parecía muy difícil; pero muchas otras veces, por culo yo, no me la he jugado a pararme en el manchón de penal para cobrar la pena máxima. Me privo del gol por miedo al fracaso, cuando el fracaso es no meter gol nunca.
Ya es hora. Desde hace tiempo que.
VIERNES MUSICAL.- Desde el corazón de la Loma Larga, rolita por favor.